DE PARTE DE LA PRINCESA MUERTA
(Kenizé Mourad)
"-¡El tío Hamid ha muerto! ¡El tío Hamid ha muerto!
En el vestíbulo de mármol blanco del palacio de Otakoy, iluminado por candelabros de cristal, una niña corre; quiere ser la primera en anunciar la buena nueva a su mamá.
En su prisa ha estado a punto de derribar a dos damas de edad, cuyos tocados -diademas de piedras preciosas adornadas con penachos de plumas- atestiguan fortuna y rango.
-¡Qué insolente! -exclama indignada una de ellas, mientras su compañera añade furiosa:
-¿Cómo podría ser de otra manera? La sultana la mima demasiado; es su única hija. Por cierto, es preciosa, pero temo que más tarde tenga problemas con su marido... Debería aprender a comportarse; a los siete años ya no es una niña, sobre todo cuando se es princesa.
Lejos de inquietarse por las quejas de un hipotético marido, la niña sigue corriendo. Finalmente llega sin aliento a la puerta maciza de los apartamentos de las mujeres, el haremlik, custodiado por dos eunucos sudaneses tocados con fez escarlata. Hoy hay pocas visitas y se han sentado para conversar con más comodidad. Al ver a la "pequeña sultana", se levantan precipitadamente, entreabriendo la puertecilla de bronce y saludándola con tanto más respeto cuanto temen que ella informe del atrevimiento. Pero la niña, tiene otras cosas en la cabeza; sin siquiera mirarlos, franquea el umbral y se detiene un momento delante del espejo veneciano para comprobar el orden de sus bucles pelirrojos y de vestido de seda azul; luego, sintiéndose satisfecha, empuja la puerta de brocato y entra en el saloncito en el que su madre acostumbra a pasar las tardes, después del baño.
En contraste con la humedad de los corredores, en la habitación reina una agradable temperatura, mantenida por un brasero de plata que dos esclavas se ocupan de mantener ardiendo. Tendida en un diván, la sultana mira cómo la gran kavedji vierte ceremoniosamente el líquido en una taza colocada sobre una copela incrustada de esmeralda.
Presa de una oleada de orgullo, la niña se ha inmovilizado y contempla a su madre con su largo caftán. Fuera, en el exterior, la sultana usa la moda europea introducida en Estambul a partir de fines del siglo XIX, pero en sus habitaciones quiere vivir "a la turca"; aquí, nada de corsés, de mangas jamón o faldas ajustadas; ella usa con gusto los trajes tradicionales en los que puede respirar sin trabas y tenderse confortablemente en los mullidos sofás que amueblan los grandes salones del palacio."...
domingo, 29 de enero de 2012
sábado, 28 de enero de 2012
Bellos Comienzos
CRIMEN Y CASTIGO
(Fedor Dostoievsky)
"Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
"¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más nos altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso" ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí, nada más que un juego"...
(Fedor Dostoievsky)
"Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K...
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
"¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es lo que más nos altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de hacer... "eso" ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí, nada más que un juego"...
viernes, 27 de enero de 2012
Bellos Comienzos
LA FORJA DE UN REBELDE
(Arturo Barea)
"Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza que se balancean colgados de las cuerdas del tendero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño.
Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones, donde están los "veintes", los "treintas" o los "sesentas". Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tiene todos el mismo número. Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia.
Son los equipos de los soldados de la Escolta Real, los únicos soldados que tienen sábanas para dormir.
Todas las mañanas pasan por el puente del Rey los soldados de la escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones."...
(Arturo Barea)
"Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza que se balancean colgados de las cuerdas del tendero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño.
Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones, donde están los "veintes", los "treintas" o los "sesentas". Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tiene todos el mismo número. Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia.
Son los equipos de los soldados de la Escolta Real, los únicos soldados que tienen sábanas para dormir.
Todas las mañanas pasan por el puente del Rey los soldados de la escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones."...
jueves, 26 de enero de 2012
Bellos comienzos
EL TALENTO DE Mr. RIPLEY
(Patricia Highsmith)
"Tom echó una mirada por encima del hombro y vio que el individuo salía del Green Cage y se dirigía hasta donde el estaba. Tom apretó el paso. No había ninguna duda de que el hombre lo estaba siguiendo. Había reparado en él cinco minutos antes cuando el otro le estaba observando desde su mesa, con la expresión de no estar completamente seguro, aunque sí lo suficiente para que Tom apurase su vaso rápidamente y saliera del local.
Al llegar a la esquina, Tom inclinó el cuerpo hacia delante y cruzó la Quinta Avenida con paso rápido. Pasó frente al Raoul´s y se preguntó si podía tentar a su suerte entrando a tomar otra copa, aunque tal vez lo mejor sería dirigirse a Park Avenue y tratar de despistar a su perseguidos escondiéndose en algún portal. Optó por entrar en el Rauol´s.
Automáticamente, mientras buscaba un sitio en la barra, recorrió el establecimiento con la vista para ver si había algún conocido. Entre la clientela se hallaba el pelirrojo corpulento cuyo nombre siempre se le olvidaba a Tom. Estaba sentado a una mesa, acompañado por una rubia y saludó a Tom con la mano. Tom le devolvió el saludo con un gesto desmayado. Se subíó a uno de los taburetes y se quedó mirando a la puerta en actitud de desafío, aunque con cierta indiferencia.
-Un gin-tonic, por favor -pidió al barman.
Tom se preguntó si era aquélla la clase de tipo que mandarían tras él. Desde luego no tenía cara de policía, más bien parecía un hombre de negocios, bien vestido, bien alimentado, con las sienes plateadas y cierto aire de inseguridad en torno a su persona. Se dijo que, en un caso como el suyo, tal vez mandaban a tipos como aquél, capaces de entablar conversaciones en un bar y luego, en el momento más inesperado una mano que se posa en tu hombro mientras la otra exhibe una placa de policía:
Tom Ripley, queda usted arrestado.
Siguió atento a la puerta y vio que el hombre entraba en el bar, miraba a su alrededor y, al verle, desviaba rápidamente la mirada. El hombre se quitó el sombrero de paja y buscó un sitio en la barra desde donde pudiera observar a Tom"...
(Patricia Highsmith)
"Tom echó una mirada por encima del hombro y vio que el individuo salía del Green Cage y se dirigía hasta donde el estaba. Tom apretó el paso. No había ninguna duda de que el hombre lo estaba siguiendo. Había reparado en él cinco minutos antes cuando el otro le estaba observando desde su mesa, con la expresión de no estar completamente seguro, aunque sí lo suficiente para que Tom apurase su vaso rápidamente y saliera del local.
Al llegar a la esquina, Tom inclinó el cuerpo hacia delante y cruzó la Quinta Avenida con paso rápido. Pasó frente al Raoul´s y se preguntó si podía tentar a su suerte entrando a tomar otra copa, aunque tal vez lo mejor sería dirigirse a Park Avenue y tratar de despistar a su perseguidos escondiéndose en algún portal. Optó por entrar en el Rauol´s.
Automáticamente, mientras buscaba un sitio en la barra, recorrió el establecimiento con la vista para ver si había algún conocido. Entre la clientela se hallaba el pelirrojo corpulento cuyo nombre siempre se le olvidaba a Tom. Estaba sentado a una mesa, acompañado por una rubia y saludó a Tom con la mano. Tom le devolvió el saludo con un gesto desmayado. Se subíó a uno de los taburetes y se quedó mirando a la puerta en actitud de desafío, aunque con cierta indiferencia.
-Un gin-tonic, por favor -pidió al barman.
Tom se preguntó si era aquélla la clase de tipo que mandarían tras él. Desde luego no tenía cara de policía, más bien parecía un hombre de negocios, bien vestido, bien alimentado, con las sienes plateadas y cierto aire de inseguridad en torno a su persona. Se dijo que, en un caso como el suyo, tal vez mandaban a tipos como aquél, capaces de entablar conversaciones en un bar y luego, en el momento más inesperado una mano que se posa en tu hombro mientras la otra exhibe una placa de policía:
Tom Ripley, queda usted arrestado.
Siguió atento a la puerta y vio que el hombre entraba en el bar, miraba a su alrededor y, al verle, desviaba rápidamente la mirada. El hombre se quitó el sombrero de paja y buscó un sitio en la barra desde donde pudiera observar a Tom"...
miércoles, 25 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
(Marcel Proust)
"Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego empezaba hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsícosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno a mí una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aún más quizá para mí espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos por donde un viandante marcha deprisa hasta la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida, que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno"...
(Marcel Proust)
"Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego empezaba hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsícosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se desprendía de mi personalidad y yo quedaba libre de adaptarme o no a él; en seguida recobraba la visión, todo extrañado de encontrar en torno a mí una oscuridad suave y descansada para mis ojos, y aún más quizá para mí espíritu, al cual se aparecía esta oscuridad como una cosa sin causa, incomprensible, verdaderamente oscura. Me preguntaba qué hora sería; oía el silbar de los trenes que, más o menos en la lejanía y señalando las distancias, como el canto de un pájaro en el bosque, me describía la extensión de los campos desiertos por donde un viandante marcha deprisa hasta la estación cercana; y el caminito que recorre se va a grabar en su recuerdo por la excitación que le dan los lugares nuevos, los actos desusados, la charla reciente, los adioses de la despedida, que le acompañan aún en el silencio de la noche, y la dulzura próxima del retorno"...
martes, 24 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EL CORAZON HELADO
(Almudena Grandes)
"Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo.
A principios de marzo, el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no les digas esas cosa a los niños."...
(Almudena Grandes)
"Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo.
A principios de marzo, el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no les digas esas cosa a los niños."...
lunes, 23 de enero de 2012
Bellos Comienzos
FENIX
(D. H. Lawrence)
"La helada duró muchas semanas. Hasta que los pájaros empezaron a morir rápidamente. En los campos y bajo los setos, veíanse dondequiera desgarrados despojos de frailecicos, de estorninos, de mirlos, de malvíes, innumerables mantos desgarrados y sangrantes de pájaros cuya carne devoraban invisibles animales de rapiña.
Luego, repentinamente, una mañana, se operó el cambio. El viento sopló hacia el sur, llegando del mar tíbio y sedante. De tarde, había leves destellos de sol, y las palomas empezaban a arrullar lenta y torpemente, sin intervalos. Arrullaban , aunque con sonidos forzados, como atontadas por el sopor del invierno. Pero durante toda la tarde prosiguieron con su ruido, en la placidez del aire, antes de que la escarcha se derritiera junto al camino. Al anochecer, el viento soplaba suavemente, acariciando aún la costra de la escarcha sobre la dura tierra. Luego, en el crepúsculo de amarillos fulgores, los pájaros salvajes empezaron a silbar débilmente en los bosquecillos de endrinos del lecho del arroyo.
Aquello sorprendía y casi asustaba, después del pesado silencio de la helada. ¿Cómo podían aquellos seres cantar a un tiempo si la tierra estaba acribillada de destrozados cadáveres de pájaros? Sin embargo, de la noche surgían los indecisos y argentinos sonidos que ponían en guardia el alma, atemorizándola casi. ¿Cómo podían llamar a reunión tan rápidamente los pequeños clarines en la suavidad del aire, si la tierra estaba encadenada aún? Con todo, los pájaros seguían silbando, de un modo más bien vago y entrecortado, pero lanzando al aire las hebras del sonido, germinante.
Dolía casi descubrir, tan rápidamente, el nuevo mundo. El mundo ha muerto. ¡Viva el mundo! ¡Pero los pájaros omitían hasta la primera parte del anuncio, sus gritos sólo era un débil, ciego y fecundo viva!
Hay otro mundo. El invierno ha desaparecido. Hay un nuevo mundo de primavera. La voz de la tórtola se oye en la tierra. Pero la carne rehuye tan brusca transición. ¡Sin duda, el reclamo es prematuro cuando los terrones están helados aún y el campo acribillado de restos de alas! Pero no hay alternativa. En los valles de impenetrable endrino, ahora, todas las noches y todas las mañanas, revolotea un silbido de pájaros.
¿De dónde surge el canto? Después de tan prolongada crueldad... ¿cómo pueden compensarla tan pronto? Pero el canto burbujea en ellos; son como pequeñas fuentes, como pequeños manantiales de donde se escurre y brota el agua. No pueden remediarlo. En sus gargantas, la nueva vida se destila en sonido. Es el surgir de la argentina savia de un nuevo verano, que avanza gorgoteante."...
(D. H. Lawrence)
"La helada duró muchas semanas. Hasta que los pájaros empezaron a morir rápidamente. En los campos y bajo los setos, veíanse dondequiera desgarrados despojos de frailecicos, de estorninos, de mirlos, de malvíes, innumerables mantos desgarrados y sangrantes de pájaros cuya carne devoraban invisibles animales de rapiña.
Luego, repentinamente, una mañana, se operó el cambio. El viento sopló hacia el sur, llegando del mar tíbio y sedante. De tarde, había leves destellos de sol, y las palomas empezaban a arrullar lenta y torpemente, sin intervalos. Arrullaban , aunque con sonidos forzados, como atontadas por el sopor del invierno. Pero durante toda la tarde prosiguieron con su ruido, en la placidez del aire, antes de que la escarcha se derritiera junto al camino. Al anochecer, el viento soplaba suavemente, acariciando aún la costra de la escarcha sobre la dura tierra. Luego, en el crepúsculo de amarillos fulgores, los pájaros salvajes empezaron a silbar débilmente en los bosquecillos de endrinos del lecho del arroyo.
Aquello sorprendía y casi asustaba, después del pesado silencio de la helada. ¿Cómo podían aquellos seres cantar a un tiempo si la tierra estaba acribillada de destrozados cadáveres de pájaros? Sin embargo, de la noche surgían los indecisos y argentinos sonidos que ponían en guardia el alma, atemorizándola casi. ¿Cómo podían llamar a reunión tan rápidamente los pequeños clarines en la suavidad del aire, si la tierra estaba encadenada aún? Con todo, los pájaros seguían silbando, de un modo más bien vago y entrecortado, pero lanzando al aire las hebras del sonido, germinante.
Dolía casi descubrir, tan rápidamente, el nuevo mundo. El mundo ha muerto. ¡Viva el mundo! ¡Pero los pájaros omitían hasta la primera parte del anuncio, sus gritos sólo era un débil, ciego y fecundo viva!
Hay otro mundo. El invierno ha desaparecido. Hay un nuevo mundo de primavera. La voz de la tórtola se oye en la tierra. Pero la carne rehuye tan brusca transición. ¡Sin duda, el reclamo es prematuro cuando los terrones están helados aún y el campo acribillado de restos de alas! Pero no hay alternativa. En los valles de impenetrable endrino, ahora, todas las noches y todas las mañanas, revolotea un silbido de pájaros.
¿De dónde surge el canto? Después de tan prolongada crueldad... ¿cómo pueden compensarla tan pronto? Pero el canto burbujea en ellos; son como pequeñas fuentes, como pequeños manantiales de donde se escurre y brota el agua. No pueden remediarlo. En sus gargantas, la nueva vida se destila en sonido. Es el surgir de la argentina savia de un nuevo verano, que avanza gorgoteante."...
viernes, 20 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EL GATO NEGRO
(Edgar Allan Poe)
" No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla."...
(Edgar Allan Poe)
" No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla."...
jueves, 19 de enero de 2012
Bellos Comienzos
OLIVER TWIST
(Dickens)
"Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos
transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy
enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al
hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba
cobijo a los necesitados. Al día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella
sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida.
Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de
la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban
sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a
apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su
manutención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha
hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la
carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber
cometido el imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble,
celador de la parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a
la señora Mann. El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación,
tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños,
ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? - exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
-Vengo a llevarme a Oliver Twist - dijo el celador - Hoy cumple nueve años y
ya es mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo - dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que
era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato,
el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido
un gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él."...
(Dickens)
"Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos
transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy
enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al
hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba
cobijo a los necesitados. Al día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella
sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida.
Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de
la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban
sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a
apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su
manutención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha
hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la
carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber
cometido el imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble,
celador de la parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a
la señora Mann. El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación,
tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños,
ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? - exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
-Vengo a llevarme a Oliver Twist - dijo el celador - Hoy cumple nueve años y
ya es mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo - dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que
era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato,
el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido
un gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él."...
miércoles, 18 de enero de 2012
Bellos Comienzos
TRABAJO
(Emile Zola)
"En su paseo a la ventura, Lucas froment, al salir de Beauclair, había subido por el camino de Brías, que sigue la garganta por donde se desliza la corriente del Mionna, entre los dos promontorios de los Montes Bleuses. Al llegar delante del Abismo, nombre que dan en el país a la fábrica de aceros Qurignon, distinguió en en el puente de madera dos bultos negros, miserables arrimados al pretil, medrosos. Se le oprimió el corazón. Eran, una mujer que parecía oculta bajo una toquilla de lana en jirones, y un niño de unos seis años, de rostro pálido, medio desnudo, metido por las faldas de la muchacha. Ambos con los ojos fijos en la puerta de la fábrica, aguardaban inmóviles, con la paciencia sombría de los desesperados.
Lucas se había detenido, mirando también. Iban a dar las seis; la luz ya menguaba en aquella tarde húmeda, triste de mitad de septiembre. Era sábado, y desde el jueves no había cesado la lluvia. Ya no llovía; pero un viento impetuoso continuaba persiguiendo en el cielo a las nubes de hollín, harapos por donde se filtraba un crepúsculo sucio, amarillo, de mortal tristeza. El camino, surcado de raíles, de gruesos guijarros desunidos por los continuos acarreos, arrastraba un río de lodo negro, todo el polvo disuelto de las próximas minas de hulla de Brías, cuyos chirriones desfilaban sin cesar. Este polvo de carbón había ennegrecido con su luto la garganta entera, fluía en charcos y chorreaba sobre el montón, como leproso, de los edificios de la fábrica; y hasta parecía manchar las nubes sombrías que pasaban sin fin, cual si fueran humo. Una melancolía de desastre soplaba con el viento; se hubiera dicho que aquel crepúsculo agitado y oscuro traía consigo el fin del mundo.
Al detenerse Lucas a los pocos pasos de la mujer y del niño, oyó que éste decía con aire despierto y resuelto, ya de hombrecillo:
-Oye, tú, ¿quieres que yo le hable, hermana? Puede que eso le ponga menos furioso.
Pero la mujer respondió:
-No, no; esto no es cosa de chiquillos.
Y siguieron esperando, silenciosos, con aquel aire de resignación inquieta.
Lucas miraba al abismo. Lo había visitado, por curiosidad de hombre de oficio, cuando por primera vez había pasado por Beauclair, en la última primavera. Y en las pocas horas que llevaba allí, por la repentina llamada de su amigo Jordán, había sabido pormenores de la horrorosa crisis por que acababa de pasar el país: una terrible huelga de dos meses: ruinas acumuladas por ambas partes; la fábrica perdiendo con el trabajo parado, los obreros medio muertos de hambre, con más rabia ahora, por su impotencia."...
(Emile Zola)
"En su paseo a la ventura, Lucas froment, al salir de Beauclair, había subido por el camino de Brías, que sigue la garganta por donde se desliza la corriente del Mionna, entre los dos promontorios de los Montes Bleuses. Al llegar delante del Abismo, nombre que dan en el país a la fábrica de aceros Qurignon, distinguió en en el puente de madera dos bultos negros, miserables arrimados al pretil, medrosos. Se le oprimió el corazón. Eran, una mujer que parecía oculta bajo una toquilla de lana en jirones, y un niño de unos seis años, de rostro pálido, medio desnudo, metido por las faldas de la muchacha. Ambos con los ojos fijos en la puerta de la fábrica, aguardaban inmóviles, con la paciencia sombría de los desesperados.
Lucas se había detenido, mirando también. Iban a dar las seis; la luz ya menguaba en aquella tarde húmeda, triste de mitad de septiembre. Era sábado, y desde el jueves no había cesado la lluvia. Ya no llovía; pero un viento impetuoso continuaba persiguiendo en el cielo a las nubes de hollín, harapos por donde se filtraba un crepúsculo sucio, amarillo, de mortal tristeza. El camino, surcado de raíles, de gruesos guijarros desunidos por los continuos acarreos, arrastraba un río de lodo negro, todo el polvo disuelto de las próximas minas de hulla de Brías, cuyos chirriones desfilaban sin cesar. Este polvo de carbón había ennegrecido con su luto la garganta entera, fluía en charcos y chorreaba sobre el montón, como leproso, de los edificios de la fábrica; y hasta parecía manchar las nubes sombrías que pasaban sin fin, cual si fueran humo. Una melancolía de desastre soplaba con el viento; se hubiera dicho que aquel crepúsculo agitado y oscuro traía consigo el fin del mundo.
Al detenerse Lucas a los pocos pasos de la mujer y del niño, oyó que éste decía con aire despierto y resuelto, ya de hombrecillo:
-Oye, tú, ¿quieres que yo le hable, hermana? Puede que eso le ponga menos furioso.
Pero la mujer respondió:
-No, no; esto no es cosa de chiquillos.
Y siguieron esperando, silenciosos, con aquel aire de resignación inquieta.
Lucas miraba al abismo. Lo había visitado, por curiosidad de hombre de oficio, cuando por primera vez había pasado por Beauclair, en la última primavera. Y en las pocas horas que llevaba allí, por la repentina llamada de su amigo Jordán, había sabido pormenores de la horrorosa crisis por que acababa de pasar el país: una terrible huelga de dos meses: ruinas acumuladas por ambas partes; la fábrica perdiendo con el trabajo parado, los obreros medio muertos de hambre, con más rabia ahora, por su impotencia."...
martes, 17 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EL CASTILLO
(Franz Kafka)
"Al llegar K. ya era tarde. Una nieve espesa cubría toda la aldea. La niebla y la noche ocultaban la colina, y ni un rayo de luz permitía ver el gran castillo. K. permaneció mucho tiempo sobre el puente de madera que llevaba de la carretera general al pueblo, los ojos levantados hacia aquellas alturas que parecían vacías.
Después fue a buscar alojamiento; los huéspedes aún no se habían acostado; no había habitación, pero, sorprendido y desconcertado por un cliente que llegaba tan tarde, el mesonero le propuso colocar un jergón en la sala. K. aceptó. Permanecían todavía allí algunos campesinos sentados a la mesa con sus jarras de cerveza, pero no deseaban hablar con nadie; él mismo fue a buscar el jergón al granero y se acostó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos callaban; los miró aún un poco parpadeando fatigosamente y después se durmió.
Pero no tardó en despertar. El mesonero se encontraba junto al lecho en compañía de un joven de ojos estrechos, de grandes cejas y ropas de ciudad que tenía aire de actor. Los labriegos seguían allí, algunos habían vuelto sus sillas para ver mejor. El joven se excusó muy educadamente por haber despertado a K. y se presentó como el hijo del alcalde del castillo, declarando después:
-Esta aldea pertenece al castillo; vivir o pernoctar aquí es en cierto modo hacerlo en el castillo. Nadie tiene derecho a hacerlo sin la autorización del conde. Usted no posee dicha autorización o, o por lo menos, no la ha mostrado.
K., que casi se había erguido, se peinó los cabellos, alzó los ojos hacia los dos hombres y dijo:
-¿En qué pueblo me he extraviado? ¿Existe, pues, un castillo aquí?
-Por supuesto -dijo pausadamente el joven, y algunos de los campesinos asintieron con la cabeza-, el castillo del conde Westwest.
-¿Aquí hay que tener una autorización para poder pasar aquí la noche? -preguntó K., como si intentara convencerse de que no era un sueño lo que se le dijo.
-Es indispensable -se le respondió; y el joven, extendiendo el brazo, preguntó, como para burlarse de K., al mesonero y a los clientes:
-¿O acaso no es necesario?
-Bien, iré a procurarme uno -dijo K. bostezando y apartando la manta para incorporarse.
-¿Sí? ¿Y de quién?
-Del señor conde -dijo K-, no me queda más remedio.
-¡Ahora! ¡A medianoche! ¿Ir a buscar la autorización del señor conde? -gritó el joven retrocediendo un paso.
-¿Es imposible? -preguntó K. con calma. Entonces ¿por qué me ha despertado?
El joven se puso fuera de sí.
¡Qué modales de vagabundo! -gritó-. ¡Exijo el debido respeto por las autoridades condales! Lo he despertado para decirle que debe abandonar los dominios del señor conde."...
(Franz Kafka)
"Al llegar K. ya era tarde. Una nieve espesa cubría toda la aldea. La niebla y la noche ocultaban la colina, y ni un rayo de luz permitía ver el gran castillo. K. permaneció mucho tiempo sobre el puente de madera que llevaba de la carretera general al pueblo, los ojos levantados hacia aquellas alturas que parecían vacías.
Después fue a buscar alojamiento; los huéspedes aún no se habían acostado; no había habitación, pero, sorprendido y desconcertado por un cliente que llegaba tan tarde, el mesonero le propuso colocar un jergón en la sala. K. aceptó. Permanecían todavía allí algunos campesinos sentados a la mesa con sus jarras de cerveza, pero no deseaban hablar con nadie; él mismo fue a buscar el jergón al granero y se acostó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos callaban; los miró aún un poco parpadeando fatigosamente y después se durmió.
Pero no tardó en despertar. El mesonero se encontraba junto al lecho en compañía de un joven de ojos estrechos, de grandes cejas y ropas de ciudad que tenía aire de actor. Los labriegos seguían allí, algunos habían vuelto sus sillas para ver mejor. El joven se excusó muy educadamente por haber despertado a K. y se presentó como el hijo del alcalde del castillo, declarando después:
-Esta aldea pertenece al castillo; vivir o pernoctar aquí es en cierto modo hacerlo en el castillo. Nadie tiene derecho a hacerlo sin la autorización del conde. Usted no posee dicha autorización o, o por lo menos, no la ha mostrado.
K., que casi se había erguido, se peinó los cabellos, alzó los ojos hacia los dos hombres y dijo:
-¿En qué pueblo me he extraviado? ¿Existe, pues, un castillo aquí?
-Por supuesto -dijo pausadamente el joven, y algunos de los campesinos asintieron con la cabeza-, el castillo del conde Westwest.
-¿Aquí hay que tener una autorización para poder pasar aquí la noche? -preguntó K., como si intentara convencerse de que no era un sueño lo que se le dijo.
-Es indispensable -se le respondió; y el joven, extendiendo el brazo, preguntó, como para burlarse de K., al mesonero y a los clientes:
-¿O acaso no es necesario?
-Bien, iré a procurarme uno -dijo K. bostezando y apartando la manta para incorporarse.
-¿Sí? ¿Y de quién?
-Del señor conde -dijo K-, no me queda más remedio.
-¡Ahora! ¡A medianoche! ¿Ir a buscar la autorización del señor conde? -gritó el joven retrocediendo un paso.
-¿Es imposible? -preguntó K. con calma. Entonces ¿por qué me ha despertado?
El joven se puso fuera de sí.
¡Qué modales de vagabundo! -gritó-. ¡Exijo el debido respeto por las autoridades condales! Lo he despertado para decirle que debe abandonar los dominios del señor conde."...
lunes, 16 de enero de 2012
Bellos comienzos
LA CATEDRAL
(V. Blasco Ibáñez)
"Comenzaba a amanecer cuando Gabriel Luna llegó ante la catedral. En las estrechas calles toledanas todavía era de noche. La azul claridad del alba, que apenas lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torres encaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombría construcción de la época de Carlos V.
Gabriel paseó largo rato por la desierta plazuela, subiéndose hasta las cejas el embozo de la capa, mientras tosía con estremecimientos dolorosos. Sin dejar de andar, para defenderse del frío, contemplaba la gran puerta llamada del Perdón, la única fachada de la iglesia que ofrece un aspecto monumental. Recordaba otras catedrales famosas, aisladas, en lugar preeminente, presentando libre todos sus costados, con el orgullo de su belleza, y las comparaba con la deToledo, la iglesia-madre española, ahogada por el oleaje de apretados edificios que la rodean y parecen caer sobre sus flancos, adhiriéndose a ellos, sin dejarla mostrar sus galas exteriores más que en el reducido espacio de las callejuelas que la oprimen. Gabriel que conocía su hermosura interior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales, sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranas por dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíos y moros. Su aversión a las suntuosidades exteriores parecía haber inspirado la obra de la catedral, ahogada por el caserío que se empuja y arremolina en torno de ella como si buscase su sombra."...
(V. Blasco Ibáñez)
"Comenzaba a amanecer cuando Gabriel Luna llegó ante la catedral. En las estrechas calles toledanas todavía era de noche. La azul claridad del alba, que apenas lograba deslizarse entre los aleros de los tejados, se esparcía con mayor libertad en la plazuela del Ayuntamiento, sacando de la penumbra la vulgar fachada del palacio del arzobispo y las dos torres encaperuzadas de pizarra negra de la casa municipal, sombría construcción de la época de Carlos V.
Gabriel paseó largo rato por la desierta plazuela, subiéndose hasta las cejas el embozo de la capa, mientras tosía con estremecimientos dolorosos. Sin dejar de andar, para defenderse del frío, contemplaba la gran puerta llamada del Perdón, la única fachada de la iglesia que ofrece un aspecto monumental. Recordaba otras catedrales famosas, aisladas, en lugar preeminente, presentando libre todos sus costados, con el orgullo de su belleza, y las comparaba con la deToledo, la iglesia-madre española, ahogada por el oleaje de apretados edificios que la rodean y parecen caer sobre sus flancos, adhiriéndose a ellos, sin dejarla mostrar sus galas exteriores más que en el reducido espacio de las callejuelas que la oprimen. Gabriel que conocía su hermosura interior, pensaba en las viviendas engañosas de los pueblos orientales, sórdidas y miserables por fuera, cubiertas de alabastros y filigranas por dentro. No en balde habían vivido en Toledo, durante siglos, judíos y moros. Su aversión a las suntuosidades exteriores parecía haber inspirado la obra de la catedral, ahogada por el caserío que se empuja y arremolina en torno de ella como si buscase su sombra."...
domingo, 15 de enero de 2012
Bellos Comienzos
MEMORIAS DE ADRIANO
(Marguerite Yourcenar)
"Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico, Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este gran servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas."...
(Marguerite Yourcenar)
"Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico, Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este gran servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas."...
sábado, 14 de enero de 2012
Bellos Comienzos
LA ULTIMA SEMANA
(Alfredo Castro)
"Ayer me leyeron la sentencia: pena de muerte.
No puedo explicar lo que sentí, algo extraño, una sensación nueva; era absurdo, pero es. Nada de lo que ocurre en la vida tiene explicación alguna.
Aquello sucedería por algo, pero no intenté comprenderlo. Ni lo quise.
A los pocos minutos de escuchar la sentencia abandoné la sala. Sentí vergüenza y miedo. Las miradas de los gendarmes y del público que atestaba aquel espacio cerrado, se fijaron en mí. Yo no me atreví a volver la espalda en aquel momento.
Seguí con los ojos fijos en el suelo, y andaba, andaba hacia la puerta. Mis manos caían de los hombros, sin saber qué haría con ellas, y la cabeza me daba vueltas; creí que mi cuerpo entero giraba alrededor de un eje imaginario.
Anduve unos pasos más hacia la puerta y sentí curiosidad; volví la mirada esta vez, y, en aquel instante, intenté adivinar los pensamientos de aquella gente, que tal vez se compadecía de mí. Alguno pensaría que es absurdo morir a los 30 años; yo también lo pensé, pero algo más tarde lograba rechazar la idea.
La realidad estaba ahí, palpable, desnuda, y era necesario aceptarla.
Di un nuevo paso al frente, los gendarmes me sujetaron sin hacer fuerza. No tuve la sensación de estar oprimido. Un silencio frío y escurridizo quedaba a mis espaldas.
Ya no vi más al juez.
Ahora recordaba, con una rapidez vertiginosa, cuando el juez de instrucción me preguntó si elegiría abogado. Aquello me parecía que no tendría importancia.
Decidí que designaran uno de oficio.
La ley estaba bien hecha: llegaba hasta los últimos detalles. Por eso yo estaba hoy aquí y tenía que abandonar una sala en la que se había leído una sentencia de muerte.
El condenado era yo mismo: Frank Coccioli.
Aquella mañana era como las demás, gris y opaca. Al sol no se le veía y las nubes que lo ocultaban parecían inquietas y mudas. Levanté la vista hacia el cielo y éste no me dijo nada. Nunca me había dicho nada el cielo; hoy tampoco me debía decir nada nuevo, y así fue.
A veces, cuando era pequeño, jugaba a contar las estrellas desde aquella playa en la que me gustaba pasar las horas, al amanecer y por la noche. Pero esto era un juego de niños. Todos los niños han intentado alguna vez contar las estrellas.
Sonreí, y a través de las rejas pude ver gran parte del edificio que tenía enfrente. Me pareció excesivamente tosco y pesado. Todo de ladrillo y una torre en la cumbre, a la que no alcanzaba ver bien porque era demasiado alta y las rejas excesivamente pequeñas, cuadriculadas.
Intenté situarme.
El patio de la cárcel quedaba a la otra parte. Era necesario salir de esta celda y recorrer el pasillo para, asomándome a un ventanal, ver las sucias losas de aquel patio aburrido y monótono."...
(Alfredo Castro)
"Ayer me leyeron la sentencia: pena de muerte.
No puedo explicar lo que sentí, algo extraño, una sensación nueva; era absurdo, pero es. Nada de lo que ocurre en la vida tiene explicación alguna.
Aquello sucedería por algo, pero no intenté comprenderlo. Ni lo quise.
A los pocos minutos de escuchar la sentencia abandoné la sala. Sentí vergüenza y miedo. Las miradas de los gendarmes y del público que atestaba aquel espacio cerrado, se fijaron en mí. Yo no me atreví a volver la espalda en aquel momento.
Seguí con los ojos fijos en el suelo, y andaba, andaba hacia la puerta. Mis manos caían de los hombros, sin saber qué haría con ellas, y la cabeza me daba vueltas; creí que mi cuerpo entero giraba alrededor de un eje imaginario.
Anduve unos pasos más hacia la puerta y sentí curiosidad; volví la mirada esta vez, y, en aquel instante, intenté adivinar los pensamientos de aquella gente, que tal vez se compadecía de mí. Alguno pensaría que es absurdo morir a los 30 años; yo también lo pensé, pero algo más tarde lograba rechazar la idea.
La realidad estaba ahí, palpable, desnuda, y era necesario aceptarla.
Di un nuevo paso al frente, los gendarmes me sujetaron sin hacer fuerza. No tuve la sensación de estar oprimido. Un silencio frío y escurridizo quedaba a mis espaldas.
Ya no vi más al juez.
Ahora recordaba, con una rapidez vertiginosa, cuando el juez de instrucción me preguntó si elegiría abogado. Aquello me parecía que no tendría importancia.
Decidí que designaran uno de oficio.
La ley estaba bien hecha: llegaba hasta los últimos detalles. Por eso yo estaba hoy aquí y tenía que abandonar una sala en la que se había leído una sentencia de muerte.
El condenado era yo mismo: Frank Coccioli.
Aquella mañana era como las demás, gris y opaca. Al sol no se le veía y las nubes que lo ocultaban parecían inquietas y mudas. Levanté la vista hacia el cielo y éste no me dijo nada. Nunca me había dicho nada el cielo; hoy tampoco me debía decir nada nuevo, y así fue.
A veces, cuando era pequeño, jugaba a contar las estrellas desde aquella playa en la que me gustaba pasar las horas, al amanecer y por la noche. Pero esto era un juego de niños. Todos los niños han intentado alguna vez contar las estrellas.
Sonreí, y a través de las rejas pude ver gran parte del edificio que tenía enfrente. Me pareció excesivamente tosco y pesado. Todo de ladrillo y una torre en la cumbre, a la que no alcanzaba ver bien porque era demasiado alta y las rejas excesivamente pequeñas, cuadriculadas.
Intenté situarme.
El patio de la cárcel quedaba a la otra parte. Era necesario salir de esta celda y recorrer el pasillo para, asomándome a un ventanal, ver las sucias losas de aquel patio aburrido y monótono."...
viernes, 13 de enero de 2012
Bellos Comienzos
ESCANDALO EN BOHEMIA
(Conan Doyle)
"Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Raramente le he oído mencionarla de otra manera. Para él, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Las emociones, y ésa en particular, repugnaban a su inteligencia fría, precisa y admirablemente equilibrada. Estoy seguro que era la máquina más perfecta del mundo para razonar y observar, pero como amante se hubiera encontrado en una posición falsa. Si hablaba alguna vez de pasión amorosa, lo hacía con burla y sarcasmo; era algo admirable para un observador, un pretexto excelente para descorrer el velo que cubre las acciones y las motivaciones de la gente. Pero para el que está entrenado en razonar, admitir estas intrusiones en un temperamento que está ajustado con toda delicadeza, hubiera sido introducir un factor perturbador, capaz de poner en duda todos los resultados de su mente. Para él una emoción fuerte en este sentido sería mucho más perturbadora que si uno de sus instrumentos delicados tuviera una arenilla o una de sus lupas de aumento estuviera rayada. Y sin embargo había una mujer para él y esa mujer se llamó Irene Adler, de dudosa y cuestionable memoria.
Ultimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi felicidad perfecta y los intereses centrados alrededor del hogar para el hombre que por primera vez se encuentra que tiene uno propio, absorbían toda mi vida. Holmes, que odiaba cualquier tipo de vida social, con toda la fuerza de su alma bohemia, seguía en nuestro alojamiento de Baker Street, enterrado en sus librotes viejos y alternando por semanas entre la cocaína y la ambición, el atontamiento de la droga y la fiera energía de su naturaleza alerta. Le seguía atrayendo, como siempre, el estudio del crimen y tenía ocupadas sus grandes facultades y su extraordinario poder de observación en seguir los rastros y aclarar los misterios que la policía había abandonado por imposibles."...
(Conan Doyle)
"Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Raramente le he oído mencionarla de otra manera. Para él, ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Las emociones, y ésa en particular, repugnaban a su inteligencia fría, precisa y admirablemente equilibrada. Estoy seguro que era la máquina más perfecta del mundo para razonar y observar, pero como amante se hubiera encontrado en una posición falsa. Si hablaba alguna vez de pasión amorosa, lo hacía con burla y sarcasmo; era algo admirable para un observador, un pretexto excelente para descorrer el velo que cubre las acciones y las motivaciones de la gente. Pero para el que está entrenado en razonar, admitir estas intrusiones en un temperamento que está ajustado con toda delicadeza, hubiera sido introducir un factor perturbador, capaz de poner en duda todos los resultados de su mente. Para él una emoción fuerte en este sentido sería mucho más perturbadora que si uno de sus instrumentos delicados tuviera una arenilla o una de sus lupas de aumento estuviera rayada. Y sin embargo había una mujer para él y esa mujer se llamó Irene Adler, de dudosa y cuestionable memoria.
Ultimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi felicidad perfecta y los intereses centrados alrededor del hogar para el hombre que por primera vez se encuentra que tiene uno propio, absorbían toda mi vida. Holmes, que odiaba cualquier tipo de vida social, con toda la fuerza de su alma bohemia, seguía en nuestro alojamiento de Baker Street, enterrado en sus librotes viejos y alternando por semanas entre la cocaína y la ambición, el atontamiento de la droga y la fiera energía de su naturaleza alerta. Le seguía atrayendo, como siempre, el estudio del crimen y tenía ocupadas sus grandes facultades y su extraordinario poder de observación en seguir los rastros y aclarar los misterios que la policía había abandonado por imposibles."...
jueves, 12 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EL SECRETO DEL FUEGO
(Henning Mankell)
"Sofia corre a través de la noche.
Está oscuro y tiene mucho miedo.
No sabe por qué corre, ni por qué tiene miedo, ni adónde se dirige.
Pero hay algo ahí, detrás de ella, algo en lo profundo de la noche que la asusta. Sabe que tiene que ir más deprisa, que tiene que correr más rápido: porque eso que hay ahí detrás, y lo único que puede hacer es correr. Corre siguiendo un camino que serpentea entre arbustos y zarzales. No ve el camino pero se lo sabe de memoria, sus pies saben dónde tuerce y dónde sigue recto. Es el camino por el que pasa cada mañana con su hermana María hasta llegar al pequeño campo donde cultivan maíz, lechuga y cebolla. Cada mañana al amanecer va allí, y cada tarde, poco antes de que se ponga el sol, vueven ella y María, acompañadas entonces también por su madre Lydia, a la pequeña choza en la que viven.
Pero ¿por qué corre ahora por ahí, cuando es de noche y está oscuro? ¿Qué es lo que la persigue en la oscuridad? ¿Un monstruo sin ojos? Puede sentir su respiración en la nuca, así que intenta ir más de prisa todavía. Pero no tiene fuerzas. Piensa que tiene que esconderse, salirse del camino y acurrucarse, hacerse pequeña entre la maleza. Da un salto como ha visto hacer a los antílopes y se separa del suelo.
Y entonces se da cuenta.
Eso era precisamente lo que el monstruo de la oscuridad quería que hiciera.
Dejar el camino. Lo más peligroso de todo.
Cada mañana su madre Lydia decía:
-No te apartes nunca del camino. Ni tan siquiera un metro. Nunca cojas atajos.
Prométemelo.
Sabe que hay algo peligroso en la tierra. Soldados armados que nadie puede ver. Enterrados, invisibles. Que esperan y esperan a que un pie los pise. Intenta desesperadamente mantenerse en el aire. Sabe que no puede poner los pies sobre el suelo. Pero no logra sostenerse en el aire, no tiene alas como los pájaros, así que cae hacia el suelo, las plantas de los pies ya acarician la tierra seca.
Entonces se despierta.
Está empapada en sudor, el corazón le late con fuerza en el pecho y al principio no sabe dónde está. Pero oye la respiración de sus hermanos dormidos y de su madre. Están pegados unos a otros en el suelo de la pequeña choza. Con cuidado alarga su mano y la pasa por encima de la espalda de su madre. Se mueve pero sin despertarse.
Sofia está tumbada con los ojos abiertos en el silencio de la noche.
La respiración de su madre Lydia es suave e irregular, como si ya estuviera despierta y prreparando la papilla que comerían por la mañana. A su izquierda están Alfredo y Faustino, que es tan pequeño que aún no ha aprendido a andar. Sofia piensa que pronto habrá uno más durmiendo sobre el suelo de la choza. Su madre Lydia parirá dentro de poco tiempo. Sofia la ha visto gorda varias veces antes. Sabe que no pueden faltar muchos días"....
(Henning Mankell)
"Sofia corre a través de la noche.
Está oscuro y tiene mucho miedo.
No sabe por qué corre, ni por qué tiene miedo, ni adónde se dirige.
Pero hay algo ahí, detrás de ella, algo en lo profundo de la noche que la asusta. Sabe que tiene que ir más deprisa, que tiene que correr más rápido: porque eso que hay ahí detrás, y lo único que puede hacer es correr. Corre siguiendo un camino que serpentea entre arbustos y zarzales. No ve el camino pero se lo sabe de memoria, sus pies saben dónde tuerce y dónde sigue recto. Es el camino por el que pasa cada mañana con su hermana María hasta llegar al pequeño campo donde cultivan maíz, lechuga y cebolla. Cada mañana al amanecer va allí, y cada tarde, poco antes de que se ponga el sol, vueven ella y María, acompañadas entonces también por su madre Lydia, a la pequeña choza en la que viven.
Pero ¿por qué corre ahora por ahí, cuando es de noche y está oscuro? ¿Qué es lo que la persigue en la oscuridad? ¿Un monstruo sin ojos? Puede sentir su respiración en la nuca, así que intenta ir más de prisa todavía. Pero no tiene fuerzas. Piensa que tiene que esconderse, salirse del camino y acurrucarse, hacerse pequeña entre la maleza. Da un salto como ha visto hacer a los antílopes y se separa del suelo.
Y entonces se da cuenta.
Eso era precisamente lo que el monstruo de la oscuridad quería que hiciera.
Dejar el camino. Lo más peligroso de todo.
Cada mañana su madre Lydia decía:
-No te apartes nunca del camino. Ni tan siquiera un metro. Nunca cojas atajos.
Prométemelo.
Sabe que hay algo peligroso en la tierra. Soldados armados que nadie puede ver. Enterrados, invisibles. Que esperan y esperan a que un pie los pise. Intenta desesperadamente mantenerse en el aire. Sabe que no puede poner los pies sobre el suelo. Pero no logra sostenerse en el aire, no tiene alas como los pájaros, así que cae hacia el suelo, las plantas de los pies ya acarician la tierra seca.
Entonces se despierta.
Está empapada en sudor, el corazón le late con fuerza en el pecho y al principio no sabe dónde está. Pero oye la respiración de sus hermanos dormidos y de su madre. Están pegados unos a otros en el suelo de la pequeña choza. Con cuidado alarga su mano y la pasa por encima de la espalda de su madre. Se mueve pero sin despertarse.
Sofia está tumbada con los ojos abiertos en el silencio de la noche.
La respiración de su madre Lydia es suave e irregular, como si ya estuviera despierta y prreparando la papilla que comerían por la mañana. A su izquierda están Alfredo y Faustino, que es tan pequeño que aún no ha aprendido a andar. Sofia piensa que pronto habrá uno más durmiendo sobre el suelo de la choza. Su madre Lydia parirá dentro de poco tiempo. Sofia la ha visto gorda varias veces antes. Sabe que no pueden faltar muchos días"....
miércoles, 11 de enero de 2012
Bellos Comienzos
EL LOBO ESTEPARIO
(Hermann Hesse)
"El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vuelta a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suelen tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y ojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos; había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y ventura, sino simplemente unos de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse."
(Hermann Hesse)
"El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vuelta a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suelen tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y ojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos; había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y ventura, sino simplemente unos de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse."
martes, 10 de enero de 2012
Bellos Comienzos
¿EL?
(Guy de Maupassant)
"Querido amigo: ¿Verdad que no entiendes nada? Ya me lo imagino. ¿Crees que me he vuelto loco? Quizá en parte lo estoy, pero no por los motivos que tú supones.
Sí. Me caso, ya ves.
Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones no han cambiado. Considero que el emparejamiento legal es una estupidez. Estoy seguro de que, de cada diez maridos, ocho son cornudos. Y es lo menos que se merecen por haber cometido la imbecilidad de encadenar su vida, de renunciar al amor libre, la única cosa alegre y buena que hay en el mundo, de cortar las alas a la fantasía que nos empuja sin cesar hacia todas las mujeres, etc, etc. Me siento más incapaz que nunca de amar a una mujer, porque siempre amaré demasiado a todas las demás. Querría tener mil labios y mil... temperamentos para estrechar al mismo tiempo a un ejército de esos seres encantadores e insignificantes.
Y, sin embargo, me caso.
Debo añadir que apenas conozco a la que va a ser mi mujer. Sólo la he visto cuatro o cinco veces. Sé que no me disgusta; esto es suficiente para lo que ne4cesito. Es baja, rubia y gordita. Pasado mañana, desearé ardientemente una mujer alta, morena y delgada.
No es rica. Pertenece a una familia de clase media. Es una de tantas, de las que se pueden encontrar a montones entre la burguesía corriente, de las que sirven para casarse, sin cualidades ni defectos aparentes. La gente dice: "Mlle. La jolle es encantadora" Mañana dirá: "Mme. Raymon es encantadora" En fin, pertenece a esa generación de jóvenes honradas "a las que uno está encantado de convertir en su mujer", hasta el día que se descubre que uno prefiere, precisamente, todas las demás mujeres antes que la que ha escogido.
Entonces me dirás, ¿para que me caso?
Apenas me atrevo a confesarte el motivo extraño e increíble que me empuja a esta acción insensata.
¡Me caso para no estar solo!
No sé cómo decírtelo, cómo explicarme. Te compadecerás de mí, y me despreciarás, hasta tal extremo es deplorable el estado de mi espíritu.
No quiero seguir estando solo por las noches. Quiero sentir a alguien a mi lado, junto a mí, a alguien que pueda hablar, decir algo, lo que sea.
Quiero poder interrumpir su sueño; hacerle, de pronto, una pregunta cualquiera, una pregunta estúpida, para oir una voz, para sentir que mi casa está habitada, para sentir un alma despierta, una inteligencia que razona, para ver, al encender súbitamente mi vela, un rostro humano a mi lado... porque... porque... (no me atrevo a confesarte algo tan vergonzoso), porque, cuando estoy solo, tengo miedo.
¡Oh! Todavía no puedes entenderma.
No tengo miedo de ningún peligro. Si un hombre entrara, lo mataría sin estremecerme por ello. No tengo miedo de los fantasmas; no creo en lo sobrenatural. No tengo miedo a los muertos; creo en la aniquilación definitiva de todos los seres que deaparecen.
¿Entonces?... Sí ¿Entonces? ¡Pues bien, tengo miedo de mí mismo! Tengo miedo del miedo. Miedo de los espasmos de mi espíritu que se trastorna, miedo de esa horrible sensación del terror incomprensible.
Ríete si quieres. Es algo espantoso, incurable. Tengo miedo de las paredes, de los muebles, de los objetos familiares que cobran, para mí, una especie de vida animal. Tengo miedo, sobre todo, de la horrorosa confusión de mi pensamiento, de mi razón que huye turbada, acosada por una angustia misteriosa e inevitable"....
(Guy de Maupassant)
"Querido amigo: ¿Verdad que no entiendes nada? Ya me lo imagino. ¿Crees que me he vuelto loco? Quizá en parte lo estoy, pero no por los motivos que tú supones.
Sí. Me caso, ya ves.
Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones no han cambiado. Considero que el emparejamiento legal es una estupidez. Estoy seguro de que, de cada diez maridos, ocho son cornudos. Y es lo menos que se merecen por haber cometido la imbecilidad de encadenar su vida, de renunciar al amor libre, la única cosa alegre y buena que hay en el mundo, de cortar las alas a la fantasía que nos empuja sin cesar hacia todas las mujeres, etc, etc. Me siento más incapaz que nunca de amar a una mujer, porque siempre amaré demasiado a todas las demás. Querría tener mil labios y mil... temperamentos para estrechar al mismo tiempo a un ejército de esos seres encantadores e insignificantes.
Y, sin embargo, me caso.
Debo añadir que apenas conozco a la que va a ser mi mujer. Sólo la he visto cuatro o cinco veces. Sé que no me disgusta; esto es suficiente para lo que ne4cesito. Es baja, rubia y gordita. Pasado mañana, desearé ardientemente una mujer alta, morena y delgada.
No es rica. Pertenece a una familia de clase media. Es una de tantas, de las que se pueden encontrar a montones entre la burguesía corriente, de las que sirven para casarse, sin cualidades ni defectos aparentes. La gente dice: "Mlle. La jolle es encantadora" Mañana dirá: "Mme. Raymon es encantadora" En fin, pertenece a esa generación de jóvenes honradas "a las que uno está encantado de convertir en su mujer", hasta el día que se descubre que uno prefiere, precisamente, todas las demás mujeres antes que la que ha escogido.
Entonces me dirás, ¿para que me caso?
Apenas me atrevo a confesarte el motivo extraño e increíble que me empuja a esta acción insensata.
¡Me caso para no estar solo!
No sé cómo decírtelo, cómo explicarme. Te compadecerás de mí, y me despreciarás, hasta tal extremo es deplorable el estado de mi espíritu.
No quiero seguir estando solo por las noches. Quiero sentir a alguien a mi lado, junto a mí, a alguien que pueda hablar, decir algo, lo que sea.
Quiero poder interrumpir su sueño; hacerle, de pronto, una pregunta cualquiera, una pregunta estúpida, para oir una voz, para sentir que mi casa está habitada, para sentir un alma despierta, una inteligencia que razona, para ver, al encender súbitamente mi vela, un rostro humano a mi lado... porque... porque... (no me atrevo a confesarte algo tan vergonzoso), porque, cuando estoy solo, tengo miedo.
¡Oh! Todavía no puedes entenderma.
No tengo miedo de ningún peligro. Si un hombre entrara, lo mataría sin estremecerme por ello. No tengo miedo de los fantasmas; no creo en lo sobrenatural. No tengo miedo a los muertos; creo en la aniquilación definitiva de todos los seres que deaparecen.
¿Entonces?... Sí ¿Entonces? ¡Pues bien, tengo miedo de mí mismo! Tengo miedo del miedo. Miedo de los espasmos de mi espíritu que se trastorna, miedo de esa horrible sensación del terror incomprensible.
Ríete si quieres. Es algo espantoso, incurable. Tengo miedo de las paredes, de los muebles, de los objetos familiares que cobran, para mí, una especie de vida animal. Tengo miedo, sobre todo, de la horrorosa confusión de mi pensamiento, de mi razón que huye turbada, acosada por una angustia misteriosa e inevitable"....
Bellos Comienzos
UNA VIDA PROPIA
(Gerald Brenan)
"Soy de la opinión de que cualquiera que se ponga a escribir su autobiografía debería preguntarse por qué lo hace. Esas trescientas o cuatrocientas páginas consagradas a su vida, con toda probabilidad harto insignificante, exigen algún tipo de explicación. No basta con decir con Sartre que en la subjetividad uno encuentra a los demás así como a sí mismo. De hecho el autobiógrafo está instando a un gran número de hombres y mujeres a interesarse por sus asuntos personales.
Sin embargo, la autobiografía es un género literario reconocido. Muestra la vida desde un ángulo muy distinto al de la novela. Además, las cosas que han sido verdaderamente vividas, y que el lector sabe que lo han sido, están dotadas de un algo que ninguna otra cosa puede ofrecer. Aunque el motivo para ponerse a escribir sea una mera autoexhibición, un relato de este tipo, si está lo suficientemente bien hecho, puede agradar e interesar.
Comencé este libro teniendo presentes todas estas ideas. Carecía de tema para una novela y me di cuenta de que mi vida estaba a mano. La trama estaba dada, los personajes e incidentes estaban allí, todo lo que tenía que hacer era recordar y ordenar. Cuando comencé creía que no recordaría demasiado, ya que hacía tiempo que mi antiguo ser había dejado de interesarme, aunque no tardé en descubrir que los recuerdos afluían. Y con los recuerdos vino el plan a seguir.
La vida es como un largo viaje en tren. Está el paisaje que se despliega en el exterior y están los incidentes que acontecen en el vagón. Vi de inmediato que debía limitarme principalmente al vagón. Es decir, debía escribir sobre las cosas que habían estado ligadas estrechamente a mí y decir poco del resto, que en cualquier caso no recordaba con tanta claridad. De este modo, poco a poco, el libro se fue convirtiendo en un relato del desarrollo de la sensibilidad y el carácter del niño, el muchacho, el adolescente que, bajo las presiones y estímulos de su entorno, había evolucionado hacia mi actual ser."...
(Gerald Brenan)
"Soy de la opinión de que cualquiera que se ponga a escribir su autobiografía debería preguntarse por qué lo hace. Esas trescientas o cuatrocientas páginas consagradas a su vida, con toda probabilidad harto insignificante, exigen algún tipo de explicación. No basta con decir con Sartre que en la subjetividad uno encuentra a los demás así como a sí mismo. De hecho el autobiógrafo está instando a un gran número de hombres y mujeres a interesarse por sus asuntos personales.
Sin embargo, la autobiografía es un género literario reconocido. Muestra la vida desde un ángulo muy distinto al de la novela. Además, las cosas que han sido verdaderamente vividas, y que el lector sabe que lo han sido, están dotadas de un algo que ninguna otra cosa puede ofrecer. Aunque el motivo para ponerse a escribir sea una mera autoexhibición, un relato de este tipo, si está lo suficientemente bien hecho, puede agradar e interesar.
Comencé este libro teniendo presentes todas estas ideas. Carecía de tema para una novela y me di cuenta de que mi vida estaba a mano. La trama estaba dada, los personajes e incidentes estaban allí, todo lo que tenía que hacer era recordar y ordenar. Cuando comencé creía que no recordaría demasiado, ya que hacía tiempo que mi antiguo ser había dejado de interesarme, aunque no tardé en descubrir que los recuerdos afluían. Y con los recuerdos vino el plan a seguir.
La vida es como un largo viaje en tren. Está el paisaje que se despliega en el exterior y están los incidentes que acontecen en el vagón. Vi de inmediato que debía limitarme principalmente al vagón. Es decir, debía escribir sobre las cosas que habían estado ligadas estrechamente a mí y decir poco del resto, que en cualquier caso no recordaba con tanta claridad. De este modo, poco a poco, el libro se fue convirtiendo en un relato del desarrollo de la sensibilidad y el carácter del niño, el muchacho, el adolescente que, bajo las presiones y estímulos de su entorno, había evolucionado hacia mi actual ser."...
Bellos Comienzos
NIEBLA
(Miguel de Unamuno)
"Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo, quedose un momento parado en esa aptitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como feo un paraguas abierto.
"Es una desgracia eso de tener que servirse uno de las cosas -pensó Augusto-; tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de lo objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!"...
(Miguel de Unamuno)
"Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo, quedose un momento parado en esa aptitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como feo un paraguas abierto.
"Es una desgracia eso de tener que servirse uno de las cosas -pensó Augusto-; tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de lo objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!"...
CASTALION CONTRA CALVINO
(Estefan Zweig)
"El mosquito contra el elefante". Al principio produce un extraño efecto esta frase puesta por la propia mano de Sebastián Castalión en el ejemplar de Basilea de su escrito polémico contra Calvino y casi estaríamos a punto de sospechar que hay en ella una de las usuales exageraciones humanísticas. Pero las palabras de Castalión no fueron pensadas de un modo hiperbólico, ni irónico. Con tan tajante comparación este valiente quería sólo mostrar con toda claridad a su amigo Amerbach, hasta qué punto y de qué modo trágico era patente para él a qué gigantesco adversario desafiaba, al acusar publicamente a Calvino de haber asesinado a un hombre, por pedantesco fanatismo, matando así la libertad de conciencia dentro de la Reforma. Desde el momento que Castalión alza, como una lanza, su pluma para esta peligrosa contienda, sabe con precisión la flaqueza de todo ataque puramente espiritual contra la prepotencia de una dictadura, armada de arneses y corazas, y, con ello, la falta de perspectivas victoriosas de su empresa. Pues ¿Cómo podría un hombre aislado, inerme, combatir y vencer a Calvino, detrás del cual se alzan millares y decenas de millares de hombres, y además, por encima de eso, toda la máquina militar del poder del Estado? Gracias a una magnífica técnica organizadora, logró Calvino convertir toda una ciudad, todo un Estado, con miles de ciudadanos, hasta entonces libres, en un rígido mecanismo de obediencia; estirpar toda autonomía individual, secuestrar toda libertad de pensamiento, en favor de su exclusiva doctrina. Todo lo que posee algún poder en la ciudad y en el Estado se somete a su omnipotencia; la totalidad de las autoridades y potestades, la municipalidad y el consistorio, la Universidad y el tribunal, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las prisiones, la palabra escrita, la hablada y hasta la murmurada en secreto. Su doctrina se ha convertido en ley, y a quien se atreva a alzar la más suave objección, en su contra, pronto le enseñarán la prisión, el destierro o la hoguera, este sencillo razonamiento que concluye cualquier discusión en toda tiranía espiritual, y es el de que, en Ginebra, sólo se consiente una única verdad y que Calvino es un profeta"....
(Estefan Zweig)
"El mosquito contra el elefante". Al principio produce un extraño efecto esta frase puesta por la propia mano de Sebastián Castalión en el ejemplar de Basilea de su escrito polémico contra Calvino y casi estaríamos a punto de sospechar que hay en ella una de las usuales exageraciones humanísticas. Pero las palabras de Castalión no fueron pensadas de un modo hiperbólico, ni irónico. Con tan tajante comparación este valiente quería sólo mostrar con toda claridad a su amigo Amerbach, hasta qué punto y de qué modo trágico era patente para él a qué gigantesco adversario desafiaba, al acusar publicamente a Calvino de haber asesinado a un hombre, por pedantesco fanatismo, matando así la libertad de conciencia dentro de la Reforma. Desde el momento que Castalión alza, como una lanza, su pluma para esta peligrosa contienda, sabe con precisión la flaqueza de todo ataque puramente espiritual contra la prepotencia de una dictadura, armada de arneses y corazas, y, con ello, la falta de perspectivas victoriosas de su empresa. Pues ¿Cómo podría un hombre aislado, inerme, combatir y vencer a Calvino, detrás del cual se alzan millares y decenas de millares de hombres, y además, por encima de eso, toda la máquina militar del poder del Estado? Gracias a una magnífica técnica organizadora, logró Calvino convertir toda una ciudad, todo un Estado, con miles de ciudadanos, hasta entonces libres, en un rígido mecanismo de obediencia; estirpar toda autonomía individual, secuestrar toda libertad de pensamiento, en favor de su exclusiva doctrina. Todo lo que posee algún poder en la ciudad y en el Estado se somete a su omnipotencia; la totalidad de las autoridades y potestades, la municipalidad y el consistorio, la Universidad y el tribunal, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las prisiones, la palabra escrita, la hablada y hasta la murmurada en secreto. Su doctrina se ha convertido en ley, y a quien se atreva a alzar la más suave objección, en su contra, pronto le enseñarán la prisión, el destierro o la hoguera, este sencillo razonamiento que concluye cualquier discusión en toda tiranía espiritual, y es el de que, en Ginebra, sólo se consiente una única verdad y que Calvino es un profeta"....
lunes, 9 de enero de 2012
Bellos Comienzos
ETICA PARA AMADOR
(Fernando Savater)
" A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastante rollos debo pegarte en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío gallego que cierto día contemplaba pacificamente el mar con su chaval de cinco años. El mocoso le dijo, en tono soñador: "Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tu y yo a dar un paseo en una barquita por el mar" A mi sentimental amigo se le hizo un nudo en la garganta, justo encima de la corbata: "¡Desde luego, hijo mío, vamos cuando quieras!" "Y cuando estemos muy adentro -siguió fantaseando la tierna criatura- os tiraré a los dos al agua para que os ahoguéis" Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: "¡Pero, hijo mío...!" "Claro papi. ¿Es que no sabes que los papas nos dáis mucho la lata?" Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince años como tú lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser "el mejor amigo de sus hijos" Los chicos debéis de tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye a veces, tener ganas de ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado "simpáticos", de todos los que parece como que quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con que "los jóvenes sois cojonudos", "¡me siento tan joven como vosotros! y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada. Para joven ya estás tú"...
(Fernando Savater)
" A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastante rollos debo pegarte en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que a un amigo mío gallego que cierto día contemplaba pacificamente el mar con su chaval de cinco años. El mocoso le dijo, en tono soñador: "Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tu y yo a dar un paseo en una barquita por el mar" A mi sentimental amigo se le hizo un nudo en la garganta, justo encima de la corbata: "¡Desde luego, hijo mío, vamos cuando quieras!" "Y cuando estemos muy adentro -siguió fantaseando la tierna criatura- os tiraré a los dos al agua para que os ahoguéis" Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: "¡Pero, hijo mío...!" "Claro papi. ¿Es que no sabes que los papas nos dáis mucho la lata?" Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince años como tú lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser "el mejor amigo de sus hijos" Los chicos debéis de tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye a veces, tener ganas de ahogarle. De otro modo no vale. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado "simpáticos", de todos los que parece como que quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen por sistema la razón. Ya sabes, los que siempre están con que "los jóvenes sois cojonudos", "¡me siento tan joven como vosotros! y chorradas por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta zalamería. Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada. Para joven ya estás tú"...
Bellos Comienzos
PRINCIPE Y MENDIGO
(Mark Twain)
" En la antigua ciudad de Londres, cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo XVI, nació un niño en una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día nació otro niño inglés en una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Inglaterra entera lo deseba también. Llevaba Inglaterra tanto tiempo deseándolo, esperándolo y pidiéndole a Dios que lo mandara, que una vez que el niño llegó efectivamente, el pueblo se volvió medio loco de júbilo. Meros conocidos se besaban y abrazaban llorando, y todo el mundo se tomó un día de holgorio, altos y bajos, ricos y pobres, tuvieron sus festines bailaron, cantaron y se pusieron entre dos luces, todo lo cual duró días y noches. De día Londres era un espectáculo digno de verse, con sus alegres banderolas que ondeaban en cada balcón y en cada tejado y con espléndidas retretas por la calles. De noche era otro espectáculo no menos merecedor de admiración, con sus grandes fogatas en cada esquina y su grupo de gente jaranera que alborotaba en torno de ellas. En toda Inglaterra no se hablaba sino del nuevo niño Eduardo Tudor, príncipe de Gales, que yacía arropado en sedas y rasos, ajeno a todo aquel bullicio ignorante de que le asistían y cuidaban grandes lores y excelsas damas, y sin divertirse además. Más no se hablaba palabra del otro nene, Tom Canty, envuelto en andrajos, cómo no fuera entre la familia de mendigos a quienes no había venido sino a desazonarlos con su presencia"...
(Mark Twain)
" En la antigua ciudad de Londres, cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo XVI, nació un niño en una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día nació otro niño inglés en una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Inglaterra entera lo deseba también. Llevaba Inglaterra tanto tiempo deseándolo, esperándolo y pidiéndole a Dios que lo mandara, que una vez que el niño llegó efectivamente, el pueblo se volvió medio loco de júbilo. Meros conocidos se besaban y abrazaban llorando, y todo el mundo se tomó un día de holgorio, altos y bajos, ricos y pobres, tuvieron sus festines bailaron, cantaron y se pusieron entre dos luces, todo lo cual duró días y noches. De día Londres era un espectáculo digno de verse, con sus alegres banderolas que ondeaban en cada balcón y en cada tejado y con espléndidas retretas por la calles. De noche era otro espectáculo no menos merecedor de admiración, con sus grandes fogatas en cada esquina y su grupo de gente jaranera que alborotaba en torno de ellas. En toda Inglaterra no se hablaba sino del nuevo niño Eduardo Tudor, príncipe de Gales, que yacía arropado en sedas y rasos, ajeno a todo aquel bullicio ignorante de que le asistían y cuidaban grandes lores y excelsas damas, y sin divertirse además. Más no se hablaba palabra del otro nene, Tom Canty, envuelto en andrajos, cómo no fuera entre la familia de mendigos a quienes no había venido sino a desazonarlos con su presencia"...
domingo, 8 de enero de 2012
Bellos Comienzos
AUTO DE FE
(Elías Canetti)
"-¿Qué haces aquí, muchacho?
-Nada.
-Entonces, ¿por qué te quedas parado?
-Porque...
-¿Sabes leer?
-Pues sí.
-¿Cuántos años tienes?
-Nueve cumplidos.
-¿Qué preferirías: un chocolate o un libro?
-Un libro.
-¿De veras? Estupendo. ¿Así que por eso estás aquí?
-Sí.
-¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Mi papá me regaña.
-Ajá. ¿Cómo se llama tu padre?
-Franz Metzger.
-¿Te gustaría viajar a otro país?
-Sí. A la India. Hay muchos tigres.
-¿Y adónde más?
-A la China. Hay una muralla enorme.
-¿Te gustaría escalarla?
-Es demasiado ancha y alta. Nadie puede escalarla. Por eso la construyeron.
-¡Cuánto sabes! Se ve que has leído mucho.
-Sí, leo siempre. Papá me quita los libros. Quisiera ir a una escuela china. Tienes que aprender cuarenta mil letras. Todas no caben en un libro.
-Eso es lo que tú crees.
-Las he contado.
-De todas formas no es cierto. Deja esos libros del escaparate. No hay ni uno bueno. En el bolsillo tengo algo mejor. Espera, que te lo enseñaré. ¿Sabes que escritura es ésta?
-¡China! ¡China!
-Eres lo que se dice un chico listo. ¿Habías visto ya algún libro chino?
-No, lo adiviné.
-Estos dos caracteres significan Meng Tse, el filósofo Meng. Fue un gran hombre en la China. Vivió hace 2250 años y sus obras todavía se leen. ¿Te acordarás?
-Sí. Ahora tengo que irme al colegio.
-¡Ajá! ¿Conque miras los escaparates de las librerías cuando vas al colegio? ¿Cómo te llamas?
-Franz Metzger. Como mi padre.
-¿Y dónde vives?
-En la calle Ehrlich, veinticuatro.
-Yo también vivo ahí. No recuerdo haberte visto.
-Usted siempre desvía la mirada cuando se encuentra con alguien en la escalera. Yo lo conozco hace tiempo. Usted es el profesor Kien, pero no da clases. Mamá dice que no es un profesor de verdad. Pero yo creo que sí, porque tiene una biblioteca. Nadie puede imaginar lo que es eso, dice la María. Es nuestra criada. Cuando sea grande tendré una biblioteca. Con todos los libros y en todas las lenguas, uno chino también. Ahora tengo que correr."...
(Elías Canetti)
"-¿Qué haces aquí, muchacho?
-Nada.
-Entonces, ¿por qué te quedas parado?
-Porque...
-¿Sabes leer?
-Pues sí.
-¿Cuántos años tienes?
-Nueve cumplidos.
-¿Qué preferirías: un chocolate o un libro?
-Un libro.
-¿De veras? Estupendo. ¿Así que por eso estás aquí?
-Sí.
-¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Mi papá me regaña.
-Ajá. ¿Cómo se llama tu padre?
-Franz Metzger.
-¿Te gustaría viajar a otro país?
-Sí. A la India. Hay muchos tigres.
-¿Y adónde más?
-A la China. Hay una muralla enorme.
-¿Te gustaría escalarla?
-Es demasiado ancha y alta. Nadie puede escalarla. Por eso la construyeron.
-¡Cuánto sabes! Se ve que has leído mucho.
-Sí, leo siempre. Papá me quita los libros. Quisiera ir a una escuela china. Tienes que aprender cuarenta mil letras. Todas no caben en un libro.
-Eso es lo que tú crees.
-Las he contado.
-De todas formas no es cierto. Deja esos libros del escaparate. No hay ni uno bueno. En el bolsillo tengo algo mejor. Espera, que te lo enseñaré. ¿Sabes que escritura es ésta?
-¡China! ¡China!
-Eres lo que se dice un chico listo. ¿Habías visto ya algún libro chino?
-No, lo adiviné.
-Estos dos caracteres significan Meng Tse, el filósofo Meng. Fue un gran hombre en la China. Vivió hace 2250 años y sus obras todavía se leen. ¿Te acordarás?
-Sí. Ahora tengo que irme al colegio.
-¡Ajá! ¿Conque miras los escaparates de las librerías cuando vas al colegio? ¿Cómo te llamas?
-Franz Metzger. Como mi padre.
-¿Y dónde vives?
-En la calle Ehrlich, veinticuatro.
-Yo también vivo ahí. No recuerdo haberte visto.
-Usted siempre desvía la mirada cuando se encuentra con alguien en la escalera. Yo lo conozco hace tiempo. Usted es el profesor Kien, pero no da clases. Mamá dice que no es un profesor de verdad. Pero yo creo que sí, porque tiene una biblioteca. Nadie puede imaginar lo que es eso, dice la María. Es nuestra criada. Cuando sea grande tendré una biblioteca. Con todos los libros y en todas las lenguas, uno chino también. Ahora tengo que correr."...
Bellos Comienzos
HISTORIA DE LA GAVIOTA Y DEL GATO QUE LA ENSEÑO A VOLAR
(Luis Sepúlveda)
"¡Banco de arenques a babor!, anunció la gaviota vigía, y la bandada del Faro de la Arena Roja recibió la noticia con graznidos de alivio. Llevaban seis horas de vuelo sin interrupciones y, aunque las gaviotas piloto las habían conducido por corrientes de aires cálidos que hicieron placentero el planear sobre el océano, sentían la necesidad de reponer fuerzas, y que mejor para ello que un buen atracón de arenques. Volaban sobre la desembocadura del río Elba, en el mar del Norte. Desde la altura veían los barcos formados uno tras otro, como si fueran pacientes y disciplinados animales acuáticos esperando turno para salir a mar abierto y orientar allí sus rumbos hacia todos los puertos del planeta.
A Kengah, una gaviota de plumas color de plata, le gustaba especialmente observar las banderas de los barcos, pues sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas cosas con palabras diferentes.
-Qué difícil lo tienen los humanos, las gaviotas , en cambio, graznamos igual en todo el mundo -comentó una vez Kengah a una de sus compañeras de vuelo.
-Así es, y lo más notable es que a veces hasta consiguen entenderse -graznó la aludida."...
(Luis Sepúlveda)
"¡Banco de arenques a babor!, anunció la gaviota vigía, y la bandada del Faro de la Arena Roja recibió la noticia con graznidos de alivio. Llevaban seis horas de vuelo sin interrupciones y, aunque las gaviotas piloto las habían conducido por corrientes de aires cálidos que hicieron placentero el planear sobre el océano, sentían la necesidad de reponer fuerzas, y que mejor para ello que un buen atracón de arenques. Volaban sobre la desembocadura del río Elba, en el mar del Norte. Desde la altura veían los barcos formados uno tras otro, como si fueran pacientes y disciplinados animales acuáticos esperando turno para salir a mar abierto y orientar allí sus rumbos hacia todos los puertos del planeta.
A Kengah, una gaviota de plumas color de plata, le gustaba especialmente observar las banderas de los barcos, pues sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas cosas con palabras diferentes.
-Qué difícil lo tienen los humanos, las gaviotas , en cambio, graznamos igual en todo el mundo -comentó una vez Kengah a una de sus compañeras de vuelo.
-Así es, y lo más notable es que a veces hasta consiguen entenderse -graznó la aludida."...
Bellos Comienzos
LA REGENTA
(Clarín)
"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los molinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo, se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba hasta a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre de la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura."...
(Clarín)
"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los molinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo, se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba hasta a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre de la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo dieciséis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura."...
sábado, 7 de enero de 2012
La Novena Revelación
(Richard Bach)
"Llegué hasta el restaurante y estacioné; luego me recliné en el asiento para pensar un momento. Sabia que Charlene ya estaría adentro, esperando para hablar conmigo. Pero, ¿por qué? Hacía seis años que no tenía noticias de ella. ¿Por qué volvía a aparecer ahora, justo cuando yo me había recluido en el bosque por una semana?
Bajé de la camioneta y caminé hasta el restaurante. A mi espalda, el último resplandor de una puesta de sol se hundía al oeste y derramaba rayos de ámbar dorado sobre el estacionamiento húmedo. Una hora antes, un breve chaparrón había mojado todo y ahora la noche de verano era fresca y renovada y, por el efecto de la luz evanescente, parecía casi surrealista. Una media luna colgaba en el cielo.
Mientras caminaba, viejas imágenes de Charlene se agolpaban en mi mente. ¿Seguiría siendo bella, intensa? ¿Cómo la habría cambiado el tiempo? ¿Y qué debía yo pensar de ese manuscrito que me había mencionado, ese antiguo objeto encontrado en Sudamérica sobre el cual estaba ansiosa por hablarme?
-Tengo una espera de dos horas en el aeropuerto -había dicho por teléfono-. ¿Podemos cenar juntos? Te encantará lo que dice este manuscrito, es justo tu tipo de misterio.
¿Mi tipo de misterio? ¿Qué había querido decir con eso?
Adentro, el restaurante se hallaba lleno. Había varias parejas esperando mesa. Cuando encontré a la mesera, me dijo que Charlene ya estaba ubicada y me condujo al entrepiso, sobre el comedor principal.
Subí la escalera y vi a un grupo de personas alrededor de una de las mesas. El grupo incluía a dos policías. De repente, los policías se dieron vuelta y bajaron corriendo la escalera. Corno el resto del grupo se dispersó, pude entrever a la persona que parecía haber sido el centro de atención: una mujer, todavía la sentada a la mesa... ¡Charlene!
Caminé rápidamente hasta ella.
-Charlene, ¿qué ocurre? ¿Pasa algo malo?
Echó la cabeza hacia atrás en señal de exasperación y se puso de pie con su inconfundible sonrisa. Noté que tenía el pelo, quizás, un poco diferente, pero la cara era exactamente como la recordaba: rasgos delicados, boca ancha, grandes ojos azules.
No vas a creerlo -dijo, dándome un cariñoso abrazo-. Fui al baño hace unos instantes y, mientras no estaba, alguien me robó el portafolios.
-¿Qué llevabas?
-Nada importante, sólo algunos libros y revistas para el viaje. Es increíble. Las personas sentadas a las otras mesas me dijeron que alguien pasó, lo tomó y se fue. Les dieron una descripción a los policías, y éstos dijeron que registrarían la zona.
-¿Tal vez yo podría ayudarlos a buscar?
-No, no. Olvidémoslo. No tengo mucho tiempo y quiero hablar contigo.
Asentí y Charlene propuso que nos sentáramos. Se acercó un mozo, miramos el menú y pedimos. Después pasamos unos diez o quince minutos hablando de generalidades. Traté de minimizar mi aislamiento autoimpuesto, pero Charlene captó mi vaguedad. Se inclinó hacia adelante y me dedicó otra sonrisa.
-Entonces, ¿qué te está pasando realmente? -preguntó. La miré a los ojos, sentí la intensidad con que me miraba.
-Quieres que te cuente toda la historia ya mismo, ¿no?"...
(Richard Bach)
"Llegué hasta el restaurante y estacioné; luego me recliné en el asiento para pensar un momento. Sabia que Charlene ya estaría adentro, esperando para hablar conmigo. Pero, ¿por qué? Hacía seis años que no tenía noticias de ella. ¿Por qué volvía a aparecer ahora, justo cuando yo me había recluido en el bosque por una semana?
Bajé de la camioneta y caminé hasta el restaurante. A mi espalda, el último resplandor de una puesta de sol se hundía al oeste y derramaba rayos de ámbar dorado sobre el estacionamiento húmedo. Una hora antes, un breve chaparrón había mojado todo y ahora la noche de verano era fresca y renovada y, por el efecto de la luz evanescente, parecía casi surrealista. Una media luna colgaba en el cielo.
Mientras caminaba, viejas imágenes de Charlene se agolpaban en mi mente. ¿Seguiría siendo bella, intensa? ¿Cómo la habría cambiado el tiempo? ¿Y qué debía yo pensar de ese manuscrito que me había mencionado, ese antiguo objeto encontrado en Sudamérica sobre el cual estaba ansiosa por hablarme?
-Tengo una espera de dos horas en el aeropuerto -había dicho por teléfono-. ¿Podemos cenar juntos? Te encantará lo que dice este manuscrito, es justo tu tipo de misterio.
¿Mi tipo de misterio? ¿Qué había querido decir con eso?
Adentro, el restaurante se hallaba lleno. Había varias parejas esperando mesa. Cuando encontré a la mesera, me dijo que Charlene ya estaba ubicada y me condujo al entrepiso, sobre el comedor principal.
Subí la escalera y vi a un grupo de personas alrededor de una de las mesas. El grupo incluía a dos policías. De repente, los policías se dieron vuelta y bajaron corriendo la escalera. Corno el resto del grupo se dispersó, pude entrever a la persona que parecía haber sido el centro de atención: una mujer, todavía la sentada a la mesa... ¡Charlene!
Caminé rápidamente hasta ella.
-Charlene, ¿qué ocurre? ¿Pasa algo malo?
Echó la cabeza hacia atrás en señal de exasperación y se puso de pie con su inconfundible sonrisa. Noté que tenía el pelo, quizás, un poco diferente, pero la cara era exactamente como la recordaba: rasgos delicados, boca ancha, grandes ojos azules.
No vas a creerlo -dijo, dándome un cariñoso abrazo-. Fui al baño hace unos instantes y, mientras no estaba, alguien me robó el portafolios.
-¿Qué llevabas?
-Nada importante, sólo algunos libros y revistas para el viaje. Es increíble. Las personas sentadas a las otras mesas me dijeron que alguien pasó, lo tomó y se fue. Les dieron una descripción a los policías, y éstos dijeron que registrarían la zona.
-¿Tal vez yo podría ayudarlos a buscar?
-No, no. Olvidémoslo. No tengo mucho tiempo y quiero hablar contigo.
Asentí y Charlene propuso que nos sentáramos. Se acercó un mozo, miramos el menú y pedimos. Después pasamos unos diez o quince minutos hablando de generalidades. Traté de minimizar mi aislamiento autoimpuesto, pero Charlene captó mi vaguedad. Se inclinó hacia adelante y me dedicó otra sonrisa.
-Entonces, ¿qué te está pasando realmente? -preguntó. La miré a los ojos, sentí la intensidad con que me miraba.
-Quieres que te cuente toda la historia ya mismo, ¿no?"...
Bellos Comienzos
LA BUSCA
(Pío Baroja)
"Acababan de dar las doce de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de un modo agudo y grotesco, con una impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y unos minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio una larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cúal de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cúal de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente porque el tiempo es, según algunos graves filósofos, el cañamazo donde bordamos las tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico no poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio, la hora de la gente maleante; la hora en la que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse al sueño."...
(Pío Baroja)
"Acababan de dar las doce de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de un modo agudo y grotesco, con una impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y unos minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio una larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cúal de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cúal de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente porque el tiempo es, según algunos graves filósofos, el cañamazo donde bordamos las tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico no poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio, la hora de la gente maleante; la hora en la que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse al sueño."...
Bellos Comienzos
EL PROCESO
(Franz Kafka)
"Posiblemente alguien había calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera hecho nada malo, fue detenido una mañana. La cocinera de su patrona, la señora Grubach, que todos los días le llevaba el desayuno a la cama, no apareció aquella mañana. Nunca había ocurrido eso. K. aguardó aún un momento, y observó, recostado sobre su almohada, que la anciana que habitaba frente a su casa lo observaba con una curiosidad desacostumbrada; después, sorprendido y hambriento a la vez, pulsó la campanilla. En ese momento llamaron a la puerta, y entró en el dormitorio un hombre que nunca había visto en la casa. Era un personaje esbelto, pero de apariencia sólida, con un traje negro y ceñido, semejante al traje de un viaje, con distintos pliegues, hebillas bolsillos, botones y un cinturón, que daban a esa vestidura una apariencia singularmente práctica sin que pudiera establecerse con claridad para qué servían todas aquellas cosas.
-¿ Quién usted? -preguntó K., incorporándose en la cama. El hombre, sin embargo, pasó por alto la pregunta, como si fuese completamente natural su presencia en aquella casa, y se contentó con preguntar a su vez:
-¿Ha llamado usted?
-Anna tiene que traerme el desayuno -dijo K., tratando de establecer, por conjeturas, quién podía ser aquel hombre. Pero el otro no se entretuvo en dejarse examinar, sino que volviéndose hacia a la puerta, la entreabrió para decir a alguien que parecía encontrarse detrás de ella:
-¡Desea que Anna le traiga el desayuno!
En la pieza vecina se escuchó una risita, que a juzgar por el ruido, no era posible determinar si correspondía a una o varias personas. Aunque el extraño no hubiera podido averiguar por esa risa lo que no sabía de antemano, dijo a K. en tono de aviso:
-Es imposible.
-¡Vaya hombre! -Exclamó K., saltando de la cama para ponerse el pantalón-. Veré que clase de personas son las que están en la habitación del al lado y cómo me explica la señora Grubach esta intromisión"...
(Franz Kafka)
"Posiblemente alguien había calumniado a Josef K., pues sin que éste hubiera hecho nada malo, fue detenido una mañana. La cocinera de su patrona, la señora Grubach, que todos los días le llevaba el desayuno a la cama, no apareció aquella mañana. Nunca había ocurrido eso. K. aguardó aún un momento, y observó, recostado sobre su almohada, que la anciana que habitaba frente a su casa lo observaba con una curiosidad desacostumbrada; después, sorprendido y hambriento a la vez, pulsó la campanilla. En ese momento llamaron a la puerta, y entró en el dormitorio un hombre que nunca había visto en la casa. Era un personaje esbelto, pero de apariencia sólida, con un traje negro y ceñido, semejante al traje de un viaje, con distintos pliegues, hebillas bolsillos, botones y un cinturón, que daban a esa vestidura una apariencia singularmente práctica sin que pudiera establecerse con claridad para qué servían todas aquellas cosas.
-¿ Quién usted? -preguntó K., incorporándose en la cama. El hombre, sin embargo, pasó por alto la pregunta, como si fuese completamente natural su presencia en aquella casa, y se contentó con preguntar a su vez:
-¿Ha llamado usted?
-Anna tiene que traerme el desayuno -dijo K., tratando de establecer, por conjeturas, quién podía ser aquel hombre. Pero el otro no se entretuvo en dejarse examinar, sino que volviéndose hacia a la puerta, la entreabrió para decir a alguien que parecía encontrarse detrás de ella:
-¡Desea que Anna le traiga el desayuno!
En la pieza vecina se escuchó una risita, que a juzgar por el ruido, no era posible determinar si correspondía a una o varias personas. Aunque el extraño no hubiera podido averiguar por esa risa lo que no sabía de antemano, dijo a K. en tono de aviso:
-Es imposible.
-¡Vaya hombre! -Exclamó K., saltando de la cama para ponerse el pantalón-. Veré que clase de personas son las que están en la habitación del al lado y cómo me explica la señora Grubach esta intromisión"...
Bellos Comienzos
PETER Y ROSA
(Isak Dinesen)
"Un año, hace un siglo, la primavera llegó con retraso a Dinamarca.
Durante los últimos días de marzo, el Sound estuvo bloqueado por el hielo, y
cegado, desde la costa danesa a la sueca. La nieve de los campos y los caminos
se derretía un poco por el día, sólo para volverse a helar durante la noche; la
tierra y el aire carecían igualmente de esperanza o de piedad.
Hasta que una noche, después de una semana de fría y húmeda niebla,
empezó a llover. El cielo estalló sobre el paisaje muerto, se disolvió en torrentes
de vida y se fundió con el suelo. En todas partes resonaba el incesante rumor
del agua que caía; y aumentó y se convirtió en canción. El mundo se agitó
inquieto debajo; los seres respiraron en la oscuridad. Otra vez les fue anunciado
a las colinas y los valles, a los bosques y los arroyos aprisionados: «Tenéis que
vivir».
En casa del párroco de Sollerod, Peter Kobke, hijo de su hermana, de
quince años de edad, estaba sentado junto a una vela de sebo leyendo a los
Padres de la Iglesia, cuando en medio del susurro de la lluvia su oído captó un
sonido nuevo; dejó el libro, se levantó y abrió la ventana. ¡Cómo creció entonces
el rumor de la lluvia! Pero oyó otras voces mágicas en la oscuridad de la noche.
Venían de arriba, del éter mismo; y Peter alzó el rostro hacia ellos. La noche era
oscura, aunque no tenía ya la negrura del invierno: estaba preñada de claridad;
y al interrogarla, le contestó. Y por encima de su cabeza, proclamó la música de
la vida errabunda de los cielos. Allí cantaban las alas, tañían purísimas flautas;
había intercambio de gritos chillones muy arriba, por encima de él. Eran las
aves migratorias en su vuelo hacia el norte.
Se quedó largo rato pensando en ellas; las hizo pasar ante los ojos de su
imaginación una por una. Aquí volaron largas formaciones de gansos salvajes,
patos y cercetas, a cuyo acecho se aposta uno durante los cálidos atardeceres de
agosto. Todos los placeres del verano llevaban el mismo curso que ellas en el
cielo: una migración de esperanza y de gozo viajaba esta noche; una poderosa
promesa, expresada en innumerables voces"....
(Isak Dinesen)
"Un año, hace un siglo, la primavera llegó con retraso a Dinamarca.
Durante los últimos días de marzo, el Sound estuvo bloqueado por el hielo, y
cegado, desde la costa danesa a la sueca. La nieve de los campos y los caminos
se derretía un poco por el día, sólo para volverse a helar durante la noche; la
tierra y el aire carecían igualmente de esperanza o de piedad.
Hasta que una noche, después de una semana de fría y húmeda niebla,
empezó a llover. El cielo estalló sobre el paisaje muerto, se disolvió en torrentes
de vida y se fundió con el suelo. En todas partes resonaba el incesante rumor
del agua que caía; y aumentó y se convirtió en canción. El mundo se agitó
inquieto debajo; los seres respiraron en la oscuridad. Otra vez les fue anunciado
a las colinas y los valles, a los bosques y los arroyos aprisionados: «Tenéis que
vivir».
En casa del párroco de Sollerod, Peter Kobke, hijo de su hermana, de
quince años de edad, estaba sentado junto a una vela de sebo leyendo a los
Padres de la Iglesia, cuando en medio del susurro de la lluvia su oído captó un
sonido nuevo; dejó el libro, se levantó y abrió la ventana. ¡Cómo creció entonces
el rumor de la lluvia! Pero oyó otras voces mágicas en la oscuridad de la noche.
Venían de arriba, del éter mismo; y Peter alzó el rostro hacia ellos. La noche era
oscura, aunque no tenía ya la negrura del invierno: estaba preñada de claridad;
y al interrogarla, le contestó. Y por encima de su cabeza, proclamó la música de
la vida errabunda de los cielos. Allí cantaban las alas, tañían purísimas flautas;
había intercambio de gritos chillones muy arriba, por encima de él. Eran las
aves migratorias en su vuelo hacia el norte.
Se quedó largo rato pensando en ellas; las hizo pasar ante los ojos de su
imaginación una por una. Aquí volaron largas formaciones de gansos salvajes,
patos y cercetas, a cuyo acecho se aposta uno durante los cálidos atardeceres de
agosto. Todos los placeres del verano llevaban el mismo curso que ellas en el
cielo: una migración de esperanza y de gozo viajaba esta noche; una poderosa
promesa, expresada en innumerables voces"....
viernes, 6 de enero de 2012
Bellos Comienzos
BACHMANN
(Navokov)
No hace mucho tiempo apareció en los periódicos una breve mención de que el otrora famoso pianista y compositor Bachmann había muerto olvidado del mundo en la aldea suiza de Marival, en el asilo de Santa Angélica. La noticia me trajo a la mente la historia de la mujer que le amó. Me la contó el empresario Sack.
Hela aquí.
Madame Perov conoció a Bachmann unos diez años antes de su muerte. En aquellos días, el palpito dorado de aquella música profunda y delirante que él componía empezaba ya a conservarse en soporte de cera, pero todavía podía escucharse en directo en las salas de conciertos más famosas del mundo. Bueno, una noche, una de esas noches de otoño de un azul límpido en las que se teme más a la vejez que a la muerte, madame Perov recibió una nota de una amiga. Decía: «Quiero presentarte a Bachmann. Vendrá a mi casa esta noche después del concierto. No dejes de venir».
Me imagino nítidamente sus movimientos, cómo se puso un traje negro escotado, y unas gotas de perfume en el cuello y la espalda, tomó su abanico y su bastón con puntera de turquesas, y se contempló con una última mirada en las profundidades de un gran espejo de tres cuerpos, para luego hundirse en una ensoñación que se prolongaría a lo largo del camino que mediaba hasta llegar a casa de su amiga. Sabía que no era guapa y que además estaba excesivamente delgada y que tenía una piel tan pálida que casi parecía enfermiza; y sin embargo, esta mujer madura, ajada, con el rostro de una Madonna que no acaba de serlo, resultaba atractiva precisamente en razón de aquellas cosas de las que se avergonzaba: la palidez de su cutis, y una cojera apenas perceptible, que la obligaba a llevar un bastón. Su marido, un hombre de negocios astuto y enérgico, estaba de viaje. Sack no le conocía personalmente.
Cuando madame Perov entró en el salón, recoleto y violeta, en el que su amiga, una dama corpulenta y ruidosa con una diadema de amatista, revoloteaba con ahínco entre un invitado y otro, su atención se vio inmediatamente prendida de un hombre alto, de rostro afeitado y ligeramente empolvado que se apoyaba con negligencia en la cola del piano y que entretenía con sus historias a tres damas que se apretaban junto a él. Las colas de su levita estaban rematadas con una seda especialmente gruesa y mientras hablaba, no paraba de retirarse de la cara su mata de brillante pelo negro mientras inflaba las aletas de su nariz
blanca y con un puente bastante elegante. Había en toda su figura algo brillante, benevolente y también desagradable.
—¡La acústica era horrible! —decía, encogiendo los hombros—. Todo el mundo parecía estar resfriado. Ya saben lo que pasa: en cuanto una persona tose, hay otro y otro que le siguen, y el concierto de toses está servido —sonrió, echando la melena hacia atrás—. ¡Como perros que ladraran por la noche en cualquier pueblo!
Madame Perov se acercó, apoyándose ligeramente en su bastón, y dijo lo primero que le vino a la cabeza..
—¿Estará cansado después de su concierto, señor Bachmann?
Se inclinó, muy halagado.
—Se trata de un pequeño error, madame. Me llamo Sack. Yo soy tan sólo el empresario de nuestro Maestro.
Las tres damas se echaron a reír. Madame Perov perdió la compostura, pero también rió. Sólo conocía de oídas el increíble virtuosismo de Bachmann, y nunca había visto una foto suya. En aquel momento, la anfitriona se acercó, la saludó y con un mínimo movimiento en su mirada, como si estuviera comunicando un secreto, le indicó el fondo de la sala, mientras murmuraba: «Está allí..., mira"....
(Navokov)
No hace mucho tiempo apareció en los periódicos una breve mención de que el otrora famoso pianista y compositor Bachmann había muerto olvidado del mundo en la aldea suiza de Marival, en el asilo de Santa Angélica. La noticia me trajo a la mente la historia de la mujer que le amó. Me la contó el empresario Sack.
Hela aquí.
Madame Perov conoció a Bachmann unos diez años antes de su muerte. En aquellos días, el palpito dorado de aquella música profunda y delirante que él componía empezaba ya a conservarse en soporte de cera, pero todavía podía escucharse en directo en las salas de conciertos más famosas del mundo. Bueno, una noche, una de esas noches de otoño de un azul límpido en las que se teme más a la vejez que a la muerte, madame Perov recibió una nota de una amiga. Decía: «Quiero presentarte a Bachmann. Vendrá a mi casa esta noche después del concierto. No dejes de venir».
Me imagino nítidamente sus movimientos, cómo se puso un traje negro escotado, y unas gotas de perfume en el cuello y la espalda, tomó su abanico y su bastón con puntera de turquesas, y se contempló con una última mirada en las profundidades de un gran espejo de tres cuerpos, para luego hundirse en una ensoñación que se prolongaría a lo largo del camino que mediaba hasta llegar a casa de su amiga. Sabía que no era guapa y que además estaba excesivamente delgada y que tenía una piel tan pálida que casi parecía enfermiza; y sin embargo, esta mujer madura, ajada, con el rostro de una Madonna que no acaba de serlo, resultaba atractiva precisamente en razón de aquellas cosas de las que se avergonzaba: la palidez de su cutis, y una cojera apenas perceptible, que la obligaba a llevar un bastón. Su marido, un hombre de negocios astuto y enérgico, estaba de viaje. Sack no le conocía personalmente.
Cuando madame Perov entró en el salón, recoleto y violeta, en el que su amiga, una dama corpulenta y ruidosa con una diadema de amatista, revoloteaba con ahínco entre un invitado y otro, su atención se vio inmediatamente prendida de un hombre alto, de rostro afeitado y ligeramente empolvado que se apoyaba con negligencia en la cola del piano y que entretenía con sus historias a tres damas que se apretaban junto a él. Las colas de su levita estaban rematadas con una seda especialmente gruesa y mientras hablaba, no paraba de retirarse de la cara su mata de brillante pelo negro mientras inflaba las aletas de su nariz
blanca y con un puente bastante elegante. Había en toda su figura algo brillante, benevolente y también desagradable.
—¡La acústica era horrible! —decía, encogiendo los hombros—. Todo el mundo parecía estar resfriado. Ya saben lo que pasa: en cuanto una persona tose, hay otro y otro que le siguen, y el concierto de toses está servido —sonrió, echando la melena hacia atrás—. ¡Como perros que ladraran por la noche en cualquier pueblo!
Madame Perov se acercó, apoyándose ligeramente en su bastón, y dijo lo primero que le vino a la cabeza..
—¿Estará cansado después de su concierto, señor Bachmann?
Se inclinó, muy halagado.
—Se trata de un pequeño error, madame. Me llamo Sack. Yo soy tan sólo el empresario de nuestro Maestro.
Las tres damas se echaron a reír. Madame Perov perdió la compostura, pero también rió. Sólo conocía de oídas el increíble virtuosismo de Bachmann, y nunca había visto una foto suya. En aquel momento, la anfitriona se acercó, la saludó y con un mínimo movimiento en su mirada, como si estuviera comunicando un secreto, le indicó el fondo de la sala, mientras murmuraba: «Está allí..., mira"....
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