miércoles, 9 de mayo de 2012
Hola, por si alguien se tropieza con este humilde blog y, además está interesado en la literatura, es precisamente pensando en ese hipotético "navegante", al que las corriente de la red lo arrastraron hasta aquí, por lo que me he decidido a compartir lecturas y opiniones con todo aquel que lo tenga a bien. Yo soy de la opinión de que en el comienzo de una obra literaria ya se puede vislumbrar el talento del autor, aunque no tiene por que ser siempre así. Mi intención es ir poniendo sobre la mesa un buen puñado de comienzos de libros que me han agradado especialmente, con la esperanza de ayudar a alguien a descubrir, a través de estos Bellos Comienzos, algún libro que le haga disfrutar con su lectura. La selección es absolutamente subjetiva; no podía ser de otro modo. Espero que alguien se anime a aportar sus Bellos Comienzos.
EL DON APACIBLE
(Mijail Sholojóv
"La casa de los Mélejov se halla en un extremo del poblado cosaco. Del patio, donde se encuentran las cuadras, una puerta que se abre hacia en norte lleva al Don. Una abrupta bajada de ocho brazas, entre peñascos de greda cubiertos de musgo, y se llega a la orilla: conchas nacaradas, el quebrado festón de guijarros grises que besan las ondas, y más allá, las impetuosas aguas del Don que se rizan, negras como ala de cuervo, batidas por el viento. Al este, tras las cercas de sauce rojo de la era, el camino del Hetman, el gris del ajenjo, la mancha parda de los vivaces llantenes pisoteados por los cascos de los caballos, y la pequeña capilla en la bifurcación del camino; a continuación, cubierta por una fluida calina, la estepa. Al sur, la crestería gredosa de las montañas. Al oeste, la calle, que atraviesa la plaza y lleva al prado.
De la penúltima campaña contra los turcos, el cosaco Prokofi Mélejov volvió al poblado con su mujer, una turca menuda que se envolvía en su chal. Se tapaba la cara, y sólo en contadas ocasiones dejaba ver unos ojos tristes de alimaña salvaje. El chal de seda trascendía a perfumes lejanos y desconocidos; sus vivos dibujos despertaban la envidia de las mujeres. La cautiva turca rehuía a la familia de Prokofi, y el viejo Mélejov tuvo que ceder pronto a su hijo la parte que le correspondía en la hacienda para que viviese aparte con su mujer. Nunca llegó a pisar la casa del hijo, al que no perdonaba la ofensa.
Prokofi no tardó en instalarse: los carpinteros le construyeron la casa, él mismo levantó las cercas del corral, y al llegar el otoño llevó a la nueva vivienda a la extranjera, que caminaba encorvada a su lado. Al cruzar el pueblo, tras el carro cargado con sus muebles, todos, pequeños y grandes, se lanzaron a la calle. Los cosacos se reían para sus adentros, las mujeres cambiaban impresiones a voz en grito y una turbamulta de sucios chicuelos rechiflaba en pos de ellos. Pero Prokofi, con el caftán abierto, caminaba despacio, como el labrador que va abriendo el surco, apretando en su negra manaza la mano frágil de la mujer y levantaba la indómita cabeza con el mechón rubio caído en la frente; únicamente, por debajo de los pómulos se le hinchaban los músculos de las quijadas y por entre las cejas, inmóviles como de dura piedra, le corría el sudor.
Desde entonces se le vio muy raramente en el pueblo. Tampoco acudía a la asamblea. Vivía como un lobo solitario, recluido en su casa junto al Don. En el poblado se decían de él cosas que dejaban pasmados a todos. Los chicos que sacaban a pacer los terneros contaban que a la caída de la tarde habían visto a Prokofi que llevaba en brazos a su mujer hasta el túmulo funerario Tatarski. La depositaba en la misma cima, con la espalda apoyada en una piedra desgastada por la acción de los siglos, se sentaba junto a ella y permanecían así largo rato, mirando a la estepa"...
(Mijail Sholojóv
"La casa de los Mélejov se halla en un extremo del poblado cosaco. Del patio, donde se encuentran las cuadras, una puerta que se abre hacia en norte lleva al Don. Una abrupta bajada de ocho brazas, entre peñascos de greda cubiertos de musgo, y se llega a la orilla: conchas nacaradas, el quebrado festón de guijarros grises que besan las ondas, y más allá, las impetuosas aguas del Don que se rizan, negras como ala de cuervo, batidas por el viento. Al este, tras las cercas de sauce rojo de la era, el camino del Hetman, el gris del ajenjo, la mancha parda de los vivaces llantenes pisoteados por los cascos de los caballos, y la pequeña capilla en la bifurcación del camino; a continuación, cubierta por una fluida calina, la estepa. Al sur, la crestería gredosa de las montañas. Al oeste, la calle, que atraviesa la plaza y lleva al prado.
De la penúltima campaña contra los turcos, el cosaco Prokofi Mélejov volvió al poblado con su mujer, una turca menuda que se envolvía en su chal. Se tapaba la cara, y sólo en contadas ocasiones dejaba ver unos ojos tristes de alimaña salvaje. El chal de seda trascendía a perfumes lejanos y desconocidos; sus vivos dibujos despertaban la envidia de las mujeres. La cautiva turca rehuía a la familia de Prokofi, y el viejo Mélejov tuvo que ceder pronto a su hijo la parte que le correspondía en la hacienda para que viviese aparte con su mujer. Nunca llegó a pisar la casa del hijo, al que no perdonaba la ofensa.
Prokofi no tardó en instalarse: los carpinteros le construyeron la casa, él mismo levantó las cercas del corral, y al llegar el otoño llevó a la nueva vivienda a la extranjera, que caminaba encorvada a su lado. Al cruzar el pueblo, tras el carro cargado con sus muebles, todos, pequeños y grandes, se lanzaron a la calle. Los cosacos se reían para sus adentros, las mujeres cambiaban impresiones a voz en grito y una turbamulta de sucios chicuelos rechiflaba en pos de ellos. Pero Prokofi, con el caftán abierto, caminaba despacio, como el labrador que va abriendo el surco, apretando en su negra manaza la mano frágil de la mujer y levantaba la indómita cabeza con el mechón rubio caído en la frente; únicamente, por debajo de los pómulos se le hinchaban los músculos de las quijadas y por entre las cejas, inmóviles como de dura piedra, le corría el sudor.
Desde entonces se le vio muy raramente en el pueblo. Tampoco acudía a la asamblea. Vivía como un lobo solitario, recluido en su casa junto al Don. En el poblado se decían de él cosas que dejaban pasmados a todos. Los chicos que sacaban a pacer los terneros contaban que a la caída de la tarde habían visto a Prokofi que llevaba en brazos a su mujer hasta el túmulo funerario Tatarski. La depositaba en la misma cima, con la espalda apoyada en una piedra desgastada por la acción de los siglos, se sentaba junto a ella y permanecían así largo rato, mirando a la estepa"...
lunes, 30 de abril de 2012
COMO SE ESCRIBE UNA NOVELA DE INTRIGA
(Patricia Highsmith)
"Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores.
Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspense; es de suponer que una narración de suspense se llama así porque tiene más. En el presente libro utilizaré la palabra suspense en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspense es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. Crimen y castigo es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta.» La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: «Dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen.» Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que éste ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, sólo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía. Así pues, una idea sencilla puede tener sus variaciones.
Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. Así ocurrió con la idea original de Ese dulce mal. «Un hombre quiere beneficiarse con el viejo truco del seguro. Primero se hará un seguro de vida, luego aparentará morir o desaparecer y finalmente cobrará el seguro.» Me dije a mí misma que tenía que haber alguna manera de dar a esta idea un sesgo nuevo, haciendo que resultase original y fascinante en un relato poco corriente. Durante varias semanas estuve dándole vueltas"....
(Patricia Highsmith)
"Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores.
Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspense; es de suponer que una narración de suspense se llama así porque tiene más. En el presente libro utilizaré la palabra suspense en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspense es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. Crimen y castigo es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta.» La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: «Dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen.» Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que éste ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, sólo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía. Así pues, una idea sencilla puede tener sus variaciones.
Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. Así ocurrió con la idea original de Ese dulce mal. «Un hombre quiere beneficiarse con el viejo truco del seguro. Primero se hará un seguro de vida, luego aparentará morir o desaparecer y finalmente cobrará el seguro.» Me dije a mí misma que tenía que haber alguna manera de dar a esta idea un sesgo nuevo, haciendo que resultase original y fascinante en un relato poco corriente. Durante varias semanas estuve dándole vueltas"....
FIRMIN
(Sam Savage)
""Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Este es el relato más triste que nunca he oído" Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los grandes. Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre.
En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente sí, -sí, ésa es la palabra, varonilmente- que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué ilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted con ésta, por ejemplo "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas" O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shoropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños" O ésta: París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles" ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, aunque ya presentes.
Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos" Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también- reultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nuca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba..." ¡Dios del cielo, "si acaso alguna vez"
Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren"...
(Sam Savage)
""Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Este es el relato más triste que nunca he oído" Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los grandes. Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre.
En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente sí, -sí, ésa es la palabra, varonilmente- que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué ilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted con ésta, por ejemplo "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas" O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shoropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños" O ésta: París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles" ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, aunque ya presentes.
Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos" Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también- reultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nuca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba..." ¡Dios del cielo, "si acaso alguna vez"
Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren"...
EL ALBERGUE
(George Orwell)
""Era a última hora de la tarde. Cuarenta y nueve de nosotros, cuarenta y ocho hombres y una mujer, esperábamos tendidos en la hierba a que abrieran. Estábamos demasiado cansados para hablar mucho. Tendidos allí, agotados, pendían de las caras estropajosas los pitillos que habíamos liado. Por encima de nosotros, las floridas ramas de los castaños y allá arriba grandes nubes lanudas que flotaban casi inmóviles en el claro cielo. Estropeábamos el paisaje como latas de sardinas y bolsas de papel vacías en la playa.
Si hablábamos era sobre el jefe del que dependían los vagabundos. Todos estaban de acuerdo en que era un diablo, un tártaro, un tirano, un perro muy ladrador, blasfemo y nada caritativo. Cuando estaba él cerca, no podía una creerse seguro ni de su propia alma y a muchos vagabundos les había pegado patadas en plena noche por haberle contestado. En los registros le sacudía a uno poniéndole boca abajo. Si le encontraba a alguien tabaco, le castigaba bien por ello y si tenía uno dinero (lo cual estaba rigurosamente prohibido) que Dios le ayudara.
Yo llevaba encima ocho peniques.
- Por amor de Cristo - me advertían ya los más veteranos - no entres ahí con dinero. ¡Te caerían encima siete días de encierro por entrar en el albergue con ocho peniques!
Así que enterré el dinero en un agujero bajo la valla marcando el sitio con una piedra. Luego escondimos como nos fue posible los fósforos y el tabaco, pues en casi todos los albergues están rigurosamente prohibidos. Se supone que los entrega uno a la entrada. Los ocultamos en nuestros calcetines, escepto el veinte por ciento que no los llevaban y tenían que meterse el tabaco en las botas incluso bajo los dedos. Abarrotamos pues los tobillos con aquel "contrabando" hasta el punto que parecíamos tener elefantiasis. Pero es una ley no escrita que ni los más severos "jefes de vagabundos" no le registran a uno por debajo de las rodillas y al final sólo fue descubierto un hombre. Era Scotty, un peludo y vajito vagabundo de Glasgow que hablaba muy mal. Su lata de cigarrillos se le cayó del calcentín en el momento menos oportuno y se lo llevaron"....
(George Orwell)
""Era a última hora de la tarde. Cuarenta y nueve de nosotros, cuarenta y ocho hombres y una mujer, esperábamos tendidos en la hierba a que abrieran. Estábamos demasiado cansados para hablar mucho. Tendidos allí, agotados, pendían de las caras estropajosas los pitillos que habíamos liado. Por encima de nosotros, las floridas ramas de los castaños y allá arriba grandes nubes lanudas que flotaban casi inmóviles en el claro cielo. Estropeábamos el paisaje como latas de sardinas y bolsas de papel vacías en la playa.
Si hablábamos era sobre el jefe del que dependían los vagabundos. Todos estaban de acuerdo en que era un diablo, un tártaro, un tirano, un perro muy ladrador, blasfemo y nada caritativo. Cuando estaba él cerca, no podía una creerse seguro ni de su propia alma y a muchos vagabundos les había pegado patadas en plena noche por haberle contestado. En los registros le sacudía a uno poniéndole boca abajo. Si le encontraba a alguien tabaco, le castigaba bien por ello y si tenía uno dinero (lo cual estaba rigurosamente prohibido) que Dios le ayudara.
Yo llevaba encima ocho peniques.
- Por amor de Cristo - me advertían ya los más veteranos - no entres ahí con dinero. ¡Te caerían encima siete días de encierro por entrar en el albergue con ocho peniques!
Así que enterré el dinero en un agujero bajo la valla marcando el sitio con una piedra. Luego escondimos como nos fue posible los fósforos y el tabaco, pues en casi todos los albergues están rigurosamente prohibidos. Se supone que los entrega uno a la entrada. Los ocultamos en nuestros calcetines, escepto el veinte por ciento que no los llevaban y tenían que meterse el tabaco en las botas incluso bajo los dedos. Abarrotamos pues los tobillos con aquel "contrabando" hasta el punto que parecíamos tener elefantiasis. Pero es una ley no escrita que ni los más severos "jefes de vagabundos" no le registran a uno por debajo de las rodillas y al final sólo fue descubierto un hombre. Era Scotty, un peludo y vajito vagabundo de Glasgow que hablaba muy mal. Su lata de cigarrillos se le cayó del calcentín en el momento menos oportuno y se lo llevaron"....
domingo, 29 de abril de 2012
EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS
(Arundhate Roy)
"Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de antipatía y de indolente expectación.
Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenen. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de diminutos seres. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles"...
(Arundhate Roy)
"Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de antipatía y de indolente expectación.
Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenen. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de diminutos seres. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles"...
viernes, 27 de abril de 2012
LA EXPRESION
(Mario Benedetti)
"Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la sonata Nº 3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines. El llamaba a todo ello "su expresión".
Poco a poco, Estomba se fue especializando en "expresiones". Tenía una para tocar la Patética, otra para Niñas en el jardín, otras para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida con la expresión de La Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara niguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus "expresiones". Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appassionata"....
(Mario Benedetti)
"Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la sonata Nº 3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines. El llamaba a todo ello "su expresión".
Poco a poco, Estomba se fue especializando en "expresiones". Tenía una para tocar la Patética, otra para Niñas en el jardín, otras para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida con la expresión de La Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara niguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus "expresiones". Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appassionata"....
martes, 24 de abril de 2012
VOLVERAS A REGION
(Juan Benet)
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien -tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches- dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyo fondo canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en valle primario de corte tradicional, el Formigoso"...
(Juan Benet)
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien -tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches- dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyo fondo canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en valle primario de corte tradicional, el Formigoso"...
lunes, 23 de abril de 2012
CARTA DE UNA DESCONOCIDA
(Stefan Zweig)
"Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:
“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil"...
(Stefan Zweig)
"Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:
“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil"...
domingo, 22 de abril de 2012
UN MUNDO SIN FIN
(Ken Follet)
"Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.
El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibían el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que además ese año caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.
A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.
Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcazaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera"...
(Ken Follet)
"Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.
El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibían el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que además ese año caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.
A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.
Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcazaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera"...
miércoles, 18 de abril de 2012
LA SAGA/FUGA DE J. B.
(Gonzalo T. Ballester)
"¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. "Pepiño, levántate, que ya son las seis y media." Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Aquella señora enlutada, que se llama la Tía Benita dos Carallos por los muchos que mete en la conversación, quizá para garantizar la veracidad de sus afirmaciones, y tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento, aquella mujer arrugada que, además del luto, muestra las canas del cabello, pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas, voces despepitadas, en el mismo momento que la niebla se esclarece un poquito porque el sol acaba de salir y le presta algo de su luminosidad; en el momento en que la niebla, allá abajo, en la Ciudad Nueva, se hace más espesa y gris por la parte del Mendo, más ocre y húmeda por la parte del Baralla: lento el uno, rápido el otro; de aguas densas el Mendo, de aguas opacas; las del Baralla, transparentes, ligeras, que se cuentan las guijas relucientes de su lecho. El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo, y hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace enseguida un deseo incoercible de aniquilamiento. El Baralla invita, en cambio, a la aventura, a la evasión, al viaje: no descanso, sino camino ofrece; no tumba, sino vehículo. Los cuatro J. B. de que se guarda memoria, por él marcharon hacia la mar, si bien algunos aseguren que se cayeron al Mendo y fueron devorados por las lampreas.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Envía contra el cielo los brazos negros, los puños apretados; se le retuerce el cuerpo, le queda al descubierto la trenza escueta y grisácea"...
(Gonzalo T. Ballester)
"¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. "Pepiño, levántate, que ya son las seis y media." Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Aquella señora enlutada, que se llama la Tía Benita dos Carallos por los muchos que mete en la conversación, quizá para garantizar la veracidad de sus afirmaciones, y tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento, aquella mujer arrugada que, además del luto, muestra las canas del cabello, pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas, voces despepitadas, en el mismo momento que la niebla se esclarece un poquito porque el sol acaba de salir y le presta algo de su luminosidad; en el momento en que la niebla, allá abajo, en la Ciudad Nueva, se hace más espesa y gris por la parte del Mendo, más ocre y húmeda por la parte del Baralla: lento el uno, rápido el otro; de aguas densas el Mendo, de aguas opacas; las del Baralla, transparentes, ligeras, que se cuentan las guijas relucientes de su lecho. El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo, y hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace enseguida un deseo incoercible de aniquilamiento. El Baralla invita, en cambio, a la aventura, a la evasión, al viaje: no descanso, sino camino ofrece; no tumba, sino vehículo. Los cuatro J. B. de que se guarda memoria, por él marcharon hacia la mar, si bien algunos aseguren que se cayeron al Mendo y fueron devorados por las lampreas.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Envía contra el cielo los brazos negros, los puños apretados; se le retuerce el cuerpo, le queda al descubierto la trenza escueta y grisácea"...
martes, 17 de abril de 2012
LA METAMORFOSIS
(Franz Kafka)
"Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
-¿Qué ha sucedido?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro reducidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa poco antes recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro de la cual se perdía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado,se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia en el cinc de el alféizar le infundió una gran melancolía.
"Bueno -pensó-; ¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?" Pero esta pretensión era algo desde todo punto de vista irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarlo en el costado"...
(Franz Kafka)
"Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
-¿Qué ha sucedido?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro reducidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa poco antes recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro de la cual se perdía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado,se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia en el cinc de el alféizar le infundió una gran melancolía.
"Bueno -pensó-; ¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?" Pero esta pretensión era algo desde todo punto de vista irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarlo en el costado"...
martes, 10 de abril de 2012
LA MADRE
(Máximo Gorki)
"En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de las máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho"...
(Máximo Gorki)
"En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de las máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho"...
domingo, 1 de abril de 2012
ANGEL GUERRA
(Benito P. Galdós)
"Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Angel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿A qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (Para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
-Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.
-¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¿Para que te metes en esas danzas?
Dejóse caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió los ojos por todos los ámbitos de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Más no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristaloes y nos atormentan con su murmullo grave y monótomo, expresión musical del tedio infinito."
(Benito P. Galdós)
"Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Angel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿A qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (Para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
-Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.
-¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¿Para que te metes en esas danzas?
Dejóse caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió los ojos por todos los ámbitos de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Más no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristaloes y nos atormentan con su murmullo grave y monótomo, expresión musical del tedio infinito."
miércoles, 14 de marzo de 2012
YO EL SUPREMO
(Augusto Roa Bastos)
Yo el supremo Dictador de la República.
Ordeno que al acaecer mi muerte mi ca-
dáver sea decapitado; la cabeza puesta
en una pica por tres días en la Plaza
de la República donde se convocará al
pueblo al son de las campanas echadas
a vuelo.
Todos mis servidores civiles y milita-
res sufrirán pena de horca. Sus cadáve-
res serán enterrados en potreros de ex-
tramuros sin cruz ni marca que memore
sus nombres.
Al término de dicho plazo, mando que
mi restos sean quemados y las cenizas
arrojadas al río...
¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón, Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de gaceta porteña ni arrancada de libros, señor, ¡Qué libros va haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Traéme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea de año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en la que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado en su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Traéme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido todavía...
(Augusto Roa Bastos)
Yo el supremo Dictador de la República.
Ordeno que al acaecer mi muerte mi ca-
dáver sea decapitado; la cabeza puesta
en una pica por tres días en la Plaza
de la República donde se convocará al
pueblo al son de las campanas echadas
a vuelo.
Todos mis servidores civiles y milita-
res sufrirán pena de horca. Sus cadáve-
res serán enterrados en potreros de ex-
tramuros sin cruz ni marca que memore
sus nombres.
Al término de dicho plazo, mando que
mi restos sean quemados y las cenizas
arrojadas al río...
¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón, Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de gaceta porteña ni arrancada de libros, señor, ¡Qué libros va haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Traéme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea de año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en la que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado en su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Traéme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido todavía...
martes, 13 de marzo de 2012
LOS MISERABLES
(Victor Hugo)
"En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos 75 años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó la primera vez a su diócesis.
Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la había ocupado el mundo y la galantería.
Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidos, acosados, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?.
El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad?. Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura en Brignolles. Era un anciano y vivía en un profundo retiro.
Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en el que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
¿Quién es ese buen señor que me mira?
Majestad -dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira"...
(Victor Hugo)
"En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos 75 años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó la primera vez a su diócesis.
Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la había ocupado el mundo y la galantería.
Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidos, acosados, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?.
El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad?. Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.
En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura en Brignolles. Era un anciano y vivía en un profundo retiro.
Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en el que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
¿Quién es ese buen señor que me mira?
Majestad -dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira"...
lunes, 12 de marzo de 2012
HISTORIA DE MI VIDA
(Anton Chejov)
"El jefe de la oficina me dijo:
-A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo.
Y yo le contesté:
-Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar.
Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:
-¡Llévese usted a ese señor, me ataca de los nervios!
A los dos días me pusieron de patitas en la calle.
Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la cesantía.
Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos cerrados. En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino.
Sin contestar a mi saludo, me dijo:
-Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles decepciones.
Calló un instante y añadió:
-Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?
Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en en telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme de un modo compasivo.
-Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? -continuó mi padre- A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parásito a expensas de su padre.
Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber.
-Mañana -terminó diciendo- iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.
Yo no esperaba nada nuevo del sesgo que tomaba la plática, pero contesté:
-¡Oigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la construcción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de que razones no me lo he de ganar yo así"....
(Anton Chejov)
"El jefe de la oficina me dijo:
-A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo.
Y yo le contesté:
-Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar.
Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:
-¡Llévese usted a ese señor, me ataca de los nervios!
A los dos días me pusieron de patitas en la calle.
Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la cesantía.
Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos cerrados. En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino.
Sin contestar a mi saludo, me dijo:
-Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles decepciones.
Calló un instante y añadió:
-Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?
Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en en telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme de un modo compasivo.
-Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? -continuó mi padre- A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parásito a expensas de su padre.
Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber.
-Mañana -terminó diciendo- iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.
Yo no esperaba nada nuevo del sesgo que tomaba la plática, pero contesté:
-¡Oigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la construcción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de que razones no me lo he de ganar yo así"....
MATHILDE
(Anaïs nin)
"Mathilde era sombrerera en París, y contaba apenas veinte años cuando la sedujo el Barón. Aunque la aventura no había durado más que dos semanas, en ese breve espacio de tiempo quedó imbuida, por contagio, de la filosofía de la vida y de la manera expeditiva de resolver los problemas propios del Barón. Algo que éste le dijo casualmente una noche la intrigaba: que las mujeres parisienses gozaban de la más elevada cotización en Sudamérica debido a su pericia en materia amorosa, a su vivacidad y a su talento, que las hacían contrastar acusadamente con muchas esposas de aquellos países. Estas aún cultivaban la tradición de mantenerse en un plano borroso y de obediencia, que diluía sus personalidades y que, posiblemente, se debía a la resistencia de los hombres a hacer de ellas unas amantes.
Al igual que el Barón, Mathilde desarrolló una fórmula para actuar en la vida como en una serie de papeles; o sea, diciéndose todas las mañanas, mientras se cepillaba su rubio pelo: "Hoy quiero ser tal o cual persona", y procediendo en consecuencia.
Un día decidió que deseaba ser una distinguida representante de un conocido modista parisiense e irse al Perú. Todo cuanto tenía que hacer era interpretar el papel. Así pues, se vistió con cuidado y se presentó con extraordinaria seguridad en casa del modista. El puesto de representante le fue concedido y se le entregó un pasaje de barco para Lima.
A bordo, se comportó como una embajadora francesa de la elegancia. Su innato talento para apreciar los buenos vinos, los buenos perfumes y los buenos vestidos la señalaron como una dama refinada. Su paladar era el de un gourmet.
Mathilde poseía sobrados encantos para realzar ese papel. Reía de continuo, le sucediera lo que le sucediera. Cuando se extraviaba una maleta, reía. Cuando la pisaban, reía.
Fue su risa lo que atrajo al representante de la naviera española, Dalvedo, quien la invitó a sentarse a la mesa del capitán. Dalvedo iba elegantemente vestido de esmoquin, se comportaba como si él mismo fuera el capitán y contaba anécdotas. La noche siguiente la sacó a bailar. Se daba perfecta cuenta de que el viaje no era lo bastante largo como para cortejar a la joven de forma usual, de modo que inmediatamente empezó a alabar el pequeño lunar de la mejilla de Mathilde. A medianoche le preguntó si le gustaban los higos chumbos. Ella nunca los había probado. Dalvedo le dijo que tenía algunos en su camarote.
Pero Mathilde quería realzar su valor mediante la resistencia, y se mantuvo en guardia cuando penetraron en él. Había rechazado con facilidad las manos audaces de los hombres con las que se rozaba mientras vendía las insidiosas caricias de los maridos de sus clientes, y los pellizcos en los pezones a cargo de los amigos que la invitaban al cine. Nada de eso le había causado ninguna sensación. Tenía una vaga pero tenaz idea de lo que la podía agitar. Deseaba ser cortejada con un lenguaje misterioso. Era su condición desde su primera aventura, ocurrida cuando sólo tenía dieciséis años"...
(Anaïs nin)
"Mathilde era sombrerera en París, y contaba apenas veinte años cuando la sedujo el Barón. Aunque la aventura no había durado más que dos semanas, en ese breve espacio de tiempo quedó imbuida, por contagio, de la filosofía de la vida y de la manera expeditiva de resolver los problemas propios del Barón. Algo que éste le dijo casualmente una noche la intrigaba: que las mujeres parisienses gozaban de la más elevada cotización en Sudamérica debido a su pericia en materia amorosa, a su vivacidad y a su talento, que las hacían contrastar acusadamente con muchas esposas de aquellos países. Estas aún cultivaban la tradición de mantenerse en un plano borroso y de obediencia, que diluía sus personalidades y que, posiblemente, se debía a la resistencia de los hombres a hacer de ellas unas amantes.
Al igual que el Barón, Mathilde desarrolló una fórmula para actuar en la vida como en una serie de papeles; o sea, diciéndose todas las mañanas, mientras se cepillaba su rubio pelo: "Hoy quiero ser tal o cual persona", y procediendo en consecuencia.
Un día decidió que deseaba ser una distinguida representante de un conocido modista parisiense e irse al Perú. Todo cuanto tenía que hacer era interpretar el papel. Así pues, se vistió con cuidado y se presentó con extraordinaria seguridad en casa del modista. El puesto de representante le fue concedido y se le entregó un pasaje de barco para Lima.
A bordo, se comportó como una embajadora francesa de la elegancia. Su innato talento para apreciar los buenos vinos, los buenos perfumes y los buenos vestidos la señalaron como una dama refinada. Su paladar era el de un gourmet.
Mathilde poseía sobrados encantos para realzar ese papel. Reía de continuo, le sucediera lo que le sucediera. Cuando se extraviaba una maleta, reía. Cuando la pisaban, reía.
Fue su risa lo que atrajo al representante de la naviera española, Dalvedo, quien la invitó a sentarse a la mesa del capitán. Dalvedo iba elegantemente vestido de esmoquin, se comportaba como si él mismo fuera el capitán y contaba anécdotas. La noche siguiente la sacó a bailar. Se daba perfecta cuenta de que el viaje no era lo bastante largo como para cortejar a la joven de forma usual, de modo que inmediatamente empezó a alabar el pequeño lunar de la mejilla de Mathilde. A medianoche le preguntó si le gustaban los higos chumbos. Ella nunca los había probado. Dalvedo le dijo que tenía algunos en su camarote.
Pero Mathilde quería realzar su valor mediante la resistencia, y se mantuvo en guardia cuando penetraron en él. Había rechazado con facilidad las manos audaces de los hombres con las que se rozaba mientras vendía las insidiosas caricias de los maridos de sus clientes, y los pellizcos en los pezones a cargo de los amigos que la invitaban al cine. Nada de eso le había causado ninguna sensación. Tenía una vaga pero tenaz idea de lo que la podía agitar. Deseaba ser cortejada con un lenguaje misterioso. Era su condición desde su primera aventura, ocurrida cuando sólo tenía dieciséis años"...
PLATERO Y YO
(Juan R. Giménez)
"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuando le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, como una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tien asero...
Tiene acero. Acero de plata y de luna, al mismo tiempo"...
(Juan R. Giménez)
"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuando le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, como una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tien asero...
Tiene acero. Acero de plata y de luna, al mismo tiempo"...
domingo, 4 de marzo de 2012
LA LUNA Y LAS FOGATAS
(Cesare Pavese)
"Hay una razón para que haya vuelto a este pueblo, aquí y no en cambio a Canelli, a Barbaresco o a Alba. Aquí no he nacido, es casi seguro; donde he nacido, no lo sé; no hay por estas partes una casa ni un trozo de tierra ni huesos de los que yo pueda decir: "Eso es lo que yo era antes de nacer." No sé si vengo de la colina o del valle, de los bosques o de una casa con balcones. La muchacha que me dejó en los escalones de la catedral de Alba, a lo mejor ni siquiera venía del campo, a lo mejor era hija de los dueños de una casona, o bien me llevaron allí en un cuévano de vendimia dos pobres mujeres de Monticello, de Neive o, ¿por qué no?, de Cravenzana. ¿Quién puede decir de que carne estoy hecho? He rodado bastante por el mundo para saber que todas las partes son buenas y se equivalen, pero cabalmente por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse tierra y pueblo, para que su carne valga y dure algo más que el común curso de una estación.
Si he crecido en este pueblo, debo agradecérselo Virgilia, a Padrino, gente toda que ya no vive, aunque ellos me recogieran y criaran sólo porque el hospicio de Alessandría les pasaba la mensualidad. En estas colinas hace cuarenta años había pobres diablos que por por ver un escudo de plata cargaban con un bastardo del hospicio, amén de los hijos que tenían ya. Había quien cogía una niña para tener luego una criadita y mandarla mejor; la Virgília me quiso a mí porque hijas ya tenía dos, y cuando hubiera crecido un poco esperaban ajustarse en una gran alquería y trabajar todos y vivir bien. Padrino tenía entonces la granja de la Gaminella -dos habitaciones y una cuadra-, una cabra y aquella ribera de los avellanos. Yo crecí con las chicas, nos robábamos la polenta, dormíamos en el mismo jergón, Angiolina, la mayor, tenía un año más que yo; y sólo a los diez años, el invierno que murió la Virgilia, supe por casualidad que no era su hermano. Desde aquel invierno, Angiolina, juiciosa, tuvo que dejar de vagar con nosotros por la ribera y por los bosques; atendía la casa, hacía el pan y el requesón, iba a retirar mi escudo en el Ayuntamiento; yo me jactaba con Giulia de valer cinco liras, le decía que ella no producía nada y le preguntaba a Padrino por qué no cogíamos otros bastardos."...
(Cesare Pavese)
"Hay una razón para que haya vuelto a este pueblo, aquí y no en cambio a Canelli, a Barbaresco o a Alba. Aquí no he nacido, es casi seguro; donde he nacido, no lo sé; no hay por estas partes una casa ni un trozo de tierra ni huesos de los que yo pueda decir: "Eso es lo que yo era antes de nacer." No sé si vengo de la colina o del valle, de los bosques o de una casa con balcones. La muchacha que me dejó en los escalones de la catedral de Alba, a lo mejor ni siquiera venía del campo, a lo mejor era hija de los dueños de una casona, o bien me llevaron allí en un cuévano de vendimia dos pobres mujeres de Monticello, de Neive o, ¿por qué no?, de Cravenzana. ¿Quién puede decir de que carne estoy hecho? He rodado bastante por el mundo para saber que todas las partes son buenas y se equivalen, pero cabalmente por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse tierra y pueblo, para que su carne valga y dure algo más que el común curso de una estación.
Si he crecido en este pueblo, debo agradecérselo Virgilia, a Padrino, gente toda que ya no vive, aunque ellos me recogieran y criaran sólo porque el hospicio de Alessandría les pasaba la mensualidad. En estas colinas hace cuarenta años había pobres diablos que por por ver un escudo de plata cargaban con un bastardo del hospicio, amén de los hijos que tenían ya. Había quien cogía una niña para tener luego una criadita y mandarla mejor; la Virgília me quiso a mí porque hijas ya tenía dos, y cuando hubiera crecido un poco esperaban ajustarse en una gran alquería y trabajar todos y vivir bien. Padrino tenía entonces la granja de la Gaminella -dos habitaciones y una cuadra-, una cabra y aquella ribera de los avellanos. Yo crecí con las chicas, nos robábamos la polenta, dormíamos en el mismo jergón, Angiolina, la mayor, tenía un año más que yo; y sólo a los diez años, el invierno que murió la Virgilia, supe por casualidad que no era su hermano. Desde aquel invierno, Angiolina, juiciosa, tuvo que dejar de vagar con nosotros por la ribera y por los bosques; atendía la casa, hacía el pan y el requesón, iba a retirar mi escudo en el Ayuntamiento; yo me jactaba con Giulia de valer cinco liras, le decía que ella no producía nada y le preguntaba a Padrino por qué no cogíamos otros bastardos."...
jueves, 1 de marzo de 2012
CINCO HORAS CON MARIO
(Miguel Delibes)
"Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que viene diciendo desde la mañana: "Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea". Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación:
-Debes de dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana.
Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza docilmente, empujando el zapato del pie derecho con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies. Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa:
-Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes.
Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz -el contenido y el volumen de su voz- como sus movimientos, recatan una eficacia inefable:
-No duermas si no quieres, pero relájate. Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos -mira el reloj-. Vicente no puede tardar.
Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice:
-Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, que de cosas han pasado! Y todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea.
Aún con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo, Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: "Lo dicho"; "Mucha resignación"; "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan"; "¿A qué hora es mañana la conducción?" Y ella: "Gracias, Fulano", o "Gracias, Mengana" Y ante la visitas eminentes: "¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle por aquí!"...
(Miguel Delibes)
"Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que viene diciendo desde la mañana: "Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea". Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación:
-Debes de dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana.
Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza docilmente, empujando el zapato del pie derecho con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies. Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa:
-Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes.
Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz -el contenido y el volumen de su voz- como sus movimientos, recatan una eficacia inefable:
-No duermas si no quieres, pero relájate. Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos -mira el reloj-. Vicente no puede tardar.
Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice:
-Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, que de cosas han pasado! Y todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea.
Aún con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo, Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: "Lo dicho"; "Mucha resignación"; "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan"; "¿A qué hora es mañana la conducción?" Y ella: "Gracias, Fulano", o "Gracias, Mengana" Y ante la visitas eminentes: "¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle por aquí!"...
miércoles, 29 de febrero de 2012
TROPICO DE CAPRICORNIO
(Henry Miller)
"Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio no hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía enseguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mi mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba de nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo hasta con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo."...
(Henry Miller)
"Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio no hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, no había sino disputa y discordia. En todo veía enseguida el extremo opuesto, la contradicción, y entre lo real y lo irreal la ironía, la paradoja. Era el peor enemigo de mi mismo. No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba de nada, deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni sustraer nada. Todos los que me rodeaban eran unos fracasados, o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Estos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo hasta con las faltas, pero no por compasión. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el simple espectáculo de la miseria humana. Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que nada cambiaría, sin un cambio del corazón, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía; era algo que me hacía vomitar. Tenía tan poca necesidad de Dios como El de mí, y con frecuencia decía que, si Dios existiera, iría a su encuentro tranquilamente y le escupiría en la cara.
Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, amable, generoso, leal etc., porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada. Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión hacia todo el mundo y por todo."...
miércoles, 22 de febrero de 2012
LOS PAZOS DE ULLOA
(Emilia Pardo Bazán)
"Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda del corcel y susurrando palabrillas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que desencuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualadísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino Real de Santiago a Orense, en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía de andar cerca.
Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto del amarillo polvo, que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hicieran saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo del alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.
Al acabarse el repecho volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le había desconyuntado los huesos todos de la región sacroiliaca. Respiró, quitóse el sombreo y recibió en la frente, sudorosa, el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colgada sobre un mojón de granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el jinete del ramal, para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero relució un instante."...
(Emilia Pardo Bazán)
"Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda del corcel y susurrando palabrillas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que desencuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualadísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino Real de Santiago a Orense, en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía de andar cerca.
Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto del amarillo polvo, que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hicieran saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo del alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.
Al acabarse el repecho volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le había desconyuntado los huesos todos de la región sacroiliaca. Respiró, quitóse el sombreo y recibió en la frente, sudorosa, el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colgada sobre un mojón de granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el jinete del ramal, para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero relució un instante."...
domingo, 19 de febrero de 2012
EL CLAN DEL OSO CAVERNARIO
(Jean M. Auel)
"La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.
Se echó al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió como la arena y los guijarros escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.
La niña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a recoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.
La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.
El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo. Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se entremecían, animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita."...
(Jean M. Auel)
"La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la vista atrás. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban dentro seguirían allí cuando regresara.
Se echó al río chapoteando y, al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente, sintió como la arena y los guijarros escapaban bajo sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes que a andar, y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un río era nadando.
La niña jugó un buen rato, nadando de un lado para otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras, se puso en pie y regresó a la orilla, donde se dedicó a recoger piedrecillas. Acababa de colocar una en la cima de un montoncillo formado por algunas especialmente bonitas, cuando la tierra empezó a temblar.
La niña vio, sorprendida, que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y observó con espanto cómo las que formaban la pequeña pirámide temblaban y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de que también ella era sacudida, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.
El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo. Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se entremecían, animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita."...
jueves, 16 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LA BARRACA
(Blasco Ibáñez)
"Desperezóse la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del Mediterráneo.
Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de otoño, que por lo tibio de su ambiente parecía de primavera, lanzaban el gorjeo final como si les hiriese la luz del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles empezaban a estremecerse bajo los primeros jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.
Apagábanse lentamente los rumores que habían poblado la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mujidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada."...
(Blasco Ibáñez)
"Desperezóse la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del Mediterráneo.
Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de otoño, que por lo tibio de su ambiente parecía de primavera, lanzaban el gorjeo final como si les hiriese la luz del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles empezaban a estremecerse bajo los primeros jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.
Apagábanse lentamente los rumores que habían poblado la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mujidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada."...
miércoles, 15 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
CONFESIONES
(Rousseau)
"Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que seguramente no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre seré yo.
Yo solamente. Conozco a los hombres y siento lo que hay dentro de mí mismo. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto, y aún me atrevo a decir que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más que los demás, por lo menos soy distinto de ellos. Si la naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído.
Cuando quiera que suene la trompeta del juicio final, yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente:
"He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno, y si he empleado algún adorno insignificante lo hice sólo para llenar un vacío de mi falta de memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, más nunca lo que sabía era falso. Me he mostrado cual fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He puesto de manifiesto mi alma tal como Tú mismo la has visto, ¡oh Ser Supremo! Reúne en torno mío la innumerable multitud de mis semejantes a fin de que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas y se avergüencen de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad, y si entonces hay alguno que se atreva, diga en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre."...
(Rousseau)
"Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que seguramente no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre seré yo.
Yo solamente. Conozco a los hombres y siento lo que hay dentro de mí mismo. No estoy hecho como ninguno de cuantos he visto, y aún me atrevo a decir que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no valgo más que los demás, por lo menos soy distinto de ellos. Si la naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído.
Cuando quiera que suene la trompeta del juicio final, yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente:
"He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno, y si he empleado algún adorno insignificante lo hice sólo para llenar un vacío de mi falta de memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, más nunca lo que sabía era falso. Me he mostrado cual fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He puesto de manifiesto mi alma tal como Tú mismo la has visto, ¡oh Ser Supremo! Reúne en torno mío la innumerable multitud de mis semejantes a fin de que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas y se avergüencen de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad, y si entonces hay alguno que se atreva, diga en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre."...
domingo, 12 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LOS DIABLOS SUELTOS
(Mada Carreño)
"Después de comer, como siempre, Ignacio y yo nos hemos encerrado en nuestro cuarto para descansar. El descanso consiste en leer un rato, recostados en las camas, o en charlar. Pero hoy no hemos leído mucho tiempo.
Ignacio finge burlarse de mí porque estoy fascinada con Los Budembrook, de Thomas Mann. Dice que no es normal, en medio de la guerra y el desorden, leer un libro como éste, interminable y tan ajeno a cuanto nos rodea.
-Por eso mismo -digo.
Fija sobre mí una mirada maliciosa, estira la mano y me da un tirón del pelo.
-Escapándose en vez de ir a la reunión del partido, ¿eh?
Nos reímos. Cuando estábamos en Valencia, en lugar de asistir a las asambleas políticas, obligadas, de todos los domingos, íbamos a escuchar los conciertos matinales de la Sinfónica. Interpretó sucesivamente todas las sinfonías de Beethoven y durante un tiempo el alegreto de la Séptima, tarareado después por nosotros con alguna mayor vivacidad, se acopló perfectamente a nuestra íntima soltura. Después, en los consejos que el personal de prensa celebraba con sus mentores, solían reprocharnos nuestras ausencias. Finalmente Ignacio, con humor, dijo que para él resultaban mucho más alentadores los conciertos que los discursos, y que no se debía subestimar el poder de la música; era un auxiliar muy eficaz para la resolución de los problemas. En el silencio frío que siguió a sus palabras se alzó la voz metálica de Márquez.
-Nada puede ser más importante que nuestras reuniones.
En la práctica nadie atendía a todas las convocatorias y juntas. Eran tan frecuentes que no dejaban espacio para realizar los acuerdos. Cada cual trataba de escabullirse cuando podía hacerlo, cuidando solamente de guardar las apariencias.
Dentro del enorme salón del consejo estábamos, acomodados sin mucho orden, todos los compañeros del periódico. Detrás de la mesa presidencial Márquez, con su rostro fósil, hablaba sin mirar a nadie en estilo breve y cortante, apoyando con fuerza en las frases directrices. Después de que acababa y salía, Domingo, que actuaba como secretario, permanecía un momento tras la mesa recogiendo lápices y papeles. En seguida pasaba del otro lado y se sentaba familiarmente entre nosotros, para charlar un rato y aclararnos cualquier duda que quedase.
Alto y grueso, con unos rasgos que no han perdido aún la agudeza cordial del madrileño, Domingo nos miraba afable. A veces surgía alguna discusión relativa al periódico, y entonces se encrespaba y se ponía a gritar."...
(Mada Carreño)
"Después de comer, como siempre, Ignacio y yo nos hemos encerrado en nuestro cuarto para descansar. El descanso consiste en leer un rato, recostados en las camas, o en charlar. Pero hoy no hemos leído mucho tiempo.
Ignacio finge burlarse de mí porque estoy fascinada con Los Budembrook, de Thomas Mann. Dice que no es normal, en medio de la guerra y el desorden, leer un libro como éste, interminable y tan ajeno a cuanto nos rodea.
-Por eso mismo -digo.
Fija sobre mí una mirada maliciosa, estira la mano y me da un tirón del pelo.
-Escapándose en vez de ir a la reunión del partido, ¿eh?
Nos reímos. Cuando estábamos en Valencia, en lugar de asistir a las asambleas políticas, obligadas, de todos los domingos, íbamos a escuchar los conciertos matinales de la Sinfónica. Interpretó sucesivamente todas las sinfonías de Beethoven y durante un tiempo el alegreto de la Séptima, tarareado después por nosotros con alguna mayor vivacidad, se acopló perfectamente a nuestra íntima soltura. Después, en los consejos que el personal de prensa celebraba con sus mentores, solían reprocharnos nuestras ausencias. Finalmente Ignacio, con humor, dijo que para él resultaban mucho más alentadores los conciertos que los discursos, y que no se debía subestimar el poder de la música; era un auxiliar muy eficaz para la resolución de los problemas. En el silencio frío que siguió a sus palabras se alzó la voz metálica de Márquez.
-Nada puede ser más importante que nuestras reuniones.
En la práctica nadie atendía a todas las convocatorias y juntas. Eran tan frecuentes que no dejaban espacio para realizar los acuerdos. Cada cual trataba de escabullirse cuando podía hacerlo, cuidando solamente de guardar las apariencias.
Dentro del enorme salón del consejo estábamos, acomodados sin mucho orden, todos los compañeros del periódico. Detrás de la mesa presidencial Márquez, con su rostro fósil, hablaba sin mirar a nadie en estilo breve y cortante, apoyando con fuerza en las frases directrices. Después de que acababa y salía, Domingo, que actuaba como secretario, permanecía un momento tras la mesa recogiendo lápices y papeles. En seguida pasaba del otro lado y se sentaba familiarmente entre nosotros, para charlar un rato y aclararnos cualquier duda que quedase.
Alto y grueso, con unos rasgos que no han perdido aún la agudeza cordial del madrileño, Domingo nos miraba afable. A veces surgía alguna discusión relativa al periódico, y entonces se encrespaba y se ponía a gritar."...
sábado, 11 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
EL DOBLE
(Dostoievski)
"Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yakov Petrovich Goliadkin, funcionario con la baja categoría consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par. Durante unos instantes, sin embargo, permaneció inmóvil en la cama como si no estuviese aún seguro de estar despierto o de seguir durmiendo, de si lo que acontecía en torno suyo era, en efecto, parte de la realidad o sólo prolongación de sus alborotados sueños. Pronto, no obstante, los sentidos del señor Goliadkin empezaron a registrar con mayor claridad y precisión sus impresiones cotidianas y habituales. Familiarmente le miraban las paredes verdosas de su pequeña habitación, cubiertas de hollín y mugre, la cómoda de caoba legítima, las sillas de caoba de imitación, la mesa pintada de rojo, el diván tapizado de hule rojizo salpicado de repulsivas flores verdes y, por último, el traje que se había quitado a toda prisa la noche anterior y había arrojado al buen tuntún en el diván. Finalmente, el día otoñal, gris, opaco y sucio, le atisbaba por la grasienta ventana con tan mal humor y mueca tan torcida que el señor Goliadkin ya no podía de modo alguno dudar que se hallaba no en un remoto país de maravillas, sino en la ciudad de Petersburgo , en la capital, en la calle Shestilavochnaya, en el cuarto piso de una vasta casa de vecindad, en su propio domicilio. Una vez hecho descubrimiento tan importante, el señor Goliadkin cerró estremecido los ojos como añorando el reciente sueño y deseando volver a captarlo siquiera por un instante. Pero un momento después saltó de la cama, probablemente por haber dado al cabo con la idea en torno a la cual venían girando sus dispersos y agitados pensamientos. Después de saltar de la cama fue corriendo a mirarse en un espejito redondo que tenía sobre la cómoda. Aunque la imagen soñolienta, miope y medio calva que en él se reflejó tenía tan poco de particular que, a primera vista, apenas llamaría la atención, su dueño pareció quedar plenamente satisfecho de lo que vio en el espejo.
-Tendría gracia -dijo a media voz el señor Goliadkin- que no estuviese hoy como Dios manda, que me hubiese ocurrido algo fuera de lo común, por ejemplo, que me hubiese salido un grano o algo desagradable por el estilo. Sin embargo, de momento no tengo mala cara. Por ahora todo va bien."...
viernes, 10 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
FECUNDIDAD
(Emile Zola)
"Aquella mañana, en el pabelloncito situado junto al bosque, donde habitaban hacía tres semanas, Mateo se apresuraba, pues quería tomar en Jonville el tren de las siete, en el que diariamente iba a París. Eran las seis y media y había dos kilómetros largos desde su casa a Jonville. Después de los cuarenta y cinco minutos de tren había otro tanto desde la estación del norte al boulevard Grenelle, de manera que no llegaba a su despacho de la fundición hasta las ocho y media.
Besó a sus hijos, aún dormidos afortunadamente, porque, cuando estaban despiertos no le dejaban salir anudando los bracitos a su cuello, riendo y besándole. Al volver a entrar rápidamente en la alcoba, vio a su mujer, Mariana, que estaba aún en la cama, pero despierta y medio incorporada. Había corrido una cortina y por la entreabierta ventana entraban torrentes de luz, de radiosa luz de mayo, que iluminaban la belleza sana y fresca de aquella mujer de veinticuatro años, por la que él, que tenía tres años más, sentía verdadera adoración.
-Es preciso que ande listo, hija mía, si no, se me escapa el tren... Procura arreglarte con los seis reales que te quedan.
Mariana se echó a reir. Estaba encantadora con la mata de pelo suelta por la espalda y con los redondos y frescos brazos al aire. Hacía siete años que se habían casado, y a pesar de tener cuatro hijos y de los apuros que pasaban continuamente su buen humor y esperanza no se extinguían.
.¡Seis reales! En verdad que no es mucho; pero como hoy es fin de mes y debes cobrar, no me importa. Mañana pagaré los piquillos que debo en Jonville. A quienes siento deber es a los Lapailleur, porque esa gente se figura siempre que les van a robar. ¡Con seis reales vamos hacer una comilona, muchacho!
Y contenta y risueña le tendió los brazos, como hacía todas las mañanas al despedirle."...
(Emile Zola)
"Aquella mañana, en el pabelloncito situado junto al bosque, donde habitaban hacía tres semanas, Mateo se apresuraba, pues quería tomar en Jonville el tren de las siete, en el que diariamente iba a París. Eran las seis y media y había dos kilómetros largos desde su casa a Jonville. Después de los cuarenta y cinco minutos de tren había otro tanto desde la estación del norte al boulevard Grenelle, de manera que no llegaba a su despacho de la fundición hasta las ocho y media.
Besó a sus hijos, aún dormidos afortunadamente, porque, cuando estaban despiertos no le dejaban salir anudando los bracitos a su cuello, riendo y besándole. Al volver a entrar rápidamente en la alcoba, vio a su mujer, Mariana, que estaba aún en la cama, pero despierta y medio incorporada. Había corrido una cortina y por la entreabierta ventana entraban torrentes de luz, de radiosa luz de mayo, que iluminaban la belleza sana y fresca de aquella mujer de veinticuatro años, por la que él, que tenía tres años más, sentía verdadera adoración.
-Es preciso que ande listo, hija mía, si no, se me escapa el tren... Procura arreglarte con los seis reales que te quedan.
Mariana se echó a reir. Estaba encantadora con la mata de pelo suelta por la espalda y con los redondos y frescos brazos al aire. Hacía siete años que se habían casado, y a pesar de tener cuatro hijos y de los apuros que pasaban continuamente su buen humor y esperanza no se extinguían.
.¡Seis reales! En verdad que no es mucho; pero como hoy es fin de mes y debes cobrar, no me importa. Mañana pagaré los piquillos que debo en Jonville. A quienes siento deber es a los Lapailleur, porque esa gente se figura siempre que les van a robar. ¡Con seis reales vamos hacer una comilona, muchacho!
Y contenta y risueña le tendió los brazos, como hacía todas las mañanas al despedirle."...
jueves, 9 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LA CABAÑA DEL TIO TOM
(Harriet Beecher Stowe)
"Al atardecer de un frío día de febrero, dos caballeros estaban sentados ante una mesa con botellas y vasos, en un bello y confortable comedor de la ciudad de P...., en el estado de Kentuky. No había criado alguno presente, y los dos interlocutores, con las sillas muy juntas, hablaban, por lo visto, de algo muy interesante.
Antes hemos dicho dos caballeros; pero uno de ellos, examinado de cerca, no podía calificarse como tal: era un hombre macizo y rechoncho, con el aire vulgar de los advenedizos que se abren paso en la vida a codazos, y vestido con escandalosa vulgaridad colorinesca; su corbata llamativa y chillona, sus manos bastas llenas de sortijas, su enorme cadena de reloj, con un diluvio de dijes colgantes, que el hombre tenía costumbre de hacer sonar mientras hablaba, y lo pintoresco de su lenguaje, decían a la legua su bajo origen.
Su compañero, míster Shelby, tenía, en cambio, todo el aspecto de un verdadero señor; y el aspecto de la habitación, como el orden y la belleza de todos los muebles y de las cosas, hablaba bien a las claras de la holgura y bienestar. Como antes hemos dicho, ambos hablaban con apasionado interés.
-Así es como yo arreglaría el asunto, amigo mío -dijo míster Shelby.
-Pero ¡yo no puedo aceptar, míster Shelby; no puedo! -dijo el otro, cogiendo un vaso de vino y poniéndolo entre sus ojos y la luz.
-De todos modos, Haley, Tom es un hombre extraordinario. Vale esa suma y mucho más: un hombre sensato, honrado, capaz donde los haya, que lleva mi granja como un reloj.
-Bueno; usted quiere decir honrado como pueden serlo los negros, ¿no es así?, -dijo Haley, siviéndose un vaso de brandy.
-¡No, no! Quiero decir un hombre realmente bueno y honrado, un hombre sensato y piadoso. Hace cuatro años se convirtió al cristianismo, y desde entonces le he confiado cuanto tengo: dinero, casa, caballos... Le dejo ir y venir por el país, y siempre le he encontrado recto y servicial en sumo grado.
-¡Oh, oh Hay mucha gente que no cree que los negros puedan ser cristianos... De todos modos, convengamos en que puedan serlo. Yo lo creo así: pero hay que estar siempre en guardia... Yo tuve uno que compré en Orleans, y me parecía un buen sujeto... Y, sin embargo, me robó una suma importante... Sí, claro, cuando un negro es cristiano es una gran cosa; pero hay que saber si es cristiano sincero o es que lo finge."...
(Harriet Beecher Stowe)
"Al atardecer de un frío día de febrero, dos caballeros estaban sentados ante una mesa con botellas y vasos, en un bello y confortable comedor de la ciudad de P...., en el estado de Kentuky. No había criado alguno presente, y los dos interlocutores, con las sillas muy juntas, hablaban, por lo visto, de algo muy interesante.
Antes hemos dicho dos caballeros; pero uno de ellos, examinado de cerca, no podía calificarse como tal: era un hombre macizo y rechoncho, con el aire vulgar de los advenedizos que se abren paso en la vida a codazos, y vestido con escandalosa vulgaridad colorinesca; su corbata llamativa y chillona, sus manos bastas llenas de sortijas, su enorme cadena de reloj, con un diluvio de dijes colgantes, que el hombre tenía costumbre de hacer sonar mientras hablaba, y lo pintoresco de su lenguaje, decían a la legua su bajo origen.
Su compañero, míster Shelby, tenía, en cambio, todo el aspecto de un verdadero señor; y el aspecto de la habitación, como el orden y la belleza de todos los muebles y de las cosas, hablaba bien a las claras de la holgura y bienestar. Como antes hemos dicho, ambos hablaban con apasionado interés.
-Así es como yo arreglaría el asunto, amigo mío -dijo míster Shelby.
-Pero ¡yo no puedo aceptar, míster Shelby; no puedo! -dijo el otro, cogiendo un vaso de vino y poniéndolo entre sus ojos y la luz.
-De todos modos, Haley, Tom es un hombre extraordinario. Vale esa suma y mucho más: un hombre sensato, honrado, capaz donde los haya, que lleva mi granja como un reloj.
-Bueno; usted quiere decir honrado como pueden serlo los negros, ¿no es así?, -dijo Haley, siviéndose un vaso de brandy.
-¡No, no! Quiero decir un hombre realmente bueno y honrado, un hombre sensato y piadoso. Hace cuatro años se convirtió al cristianismo, y desde entonces le he confiado cuanto tengo: dinero, casa, caballos... Le dejo ir y venir por el país, y siempre le he encontrado recto y servicial en sumo grado.
-¡Oh, oh Hay mucha gente que no cree que los negros puedan ser cristianos... De todos modos, convengamos en que puedan serlo. Yo lo creo así: pero hay que estar siempre en guardia... Yo tuve uno que compré en Orleans, y me parecía un buen sujeto... Y, sin embargo, me robó una suma importante... Sí, claro, cuando un negro es cristiano es una gran cosa; pero hay que saber si es cristiano sincero o es que lo finge."...
miércoles, 8 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD
(Bertrand Russell)
"El intento de concebir una nueva y mejor organización de la sociedad humana que sustituya al caos destructivo y bárbaro, en el cual los hombres han vivido hasta ahora, no es en manera alguna moderno: es, por lo menos, tan antiguo como Platón, en cuya República dio el modelo para las utopías de los filósofos que le sucedieron.
Cualquiera que contemple el mundo iluminado por un ideal, ya busque inteligencia, arte, amor o sencilla felicidad -o todo junto-, debe sentir una gran tristeza al ver las maldades que inútilmente los hombres permiten hacer, y (si es un hombre de fuerza y de energía vital) también debe sentir un apremiante deseo de conducir a los hombres hacia la realización de lo bueno a que le inspira su visión creadora.
Este es el deseo que en el comienzo impulsó a los precursores del socialismo y del anarquismo, como así fue en el pasado en los creadores de repúblicas ideales.
En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo en el socialismo y anarquismo es la relación estrecha entre el ideal y los actuales sufrimientos de los hombres, que ha permitido que de las esperanzas de aislados pensadores surjan poderosos movimientos políticos.
Es esto lo que hace importante al socialismo y al anarquismo, y peligroso para los que, conscientes o inconscientes, viven de las maldades del actual régimen de la sociedad. La gran mayoría de los hombres y de las mujeres, en tiempo normal, pasan a través de la vida sin contemplar ni criticar, en general, ni sus condiciones propias ni las de los demás. Se encuentran colocados en cierto lugar de la sociedad y aceptan lo que cada día aquélla les ofrece, sin hacer algún esfuerzo por pensar más allá de lo que requiere el momento inmediato."...
(Bertrand Russell)
"El intento de concebir una nueva y mejor organización de la sociedad humana que sustituya al caos destructivo y bárbaro, en el cual los hombres han vivido hasta ahora, no es en manera alguna moderno: es, por lo menos, tan antiguo como Platón, en cuya República dio el modelo para las utopías de los filósofos que le sucedieron.
Cualquiera que contemple el mundo iluminado por un ideal, ya busque inteligencia, arte, amor o sencilla felicidad -o todo junto-, debe sentir una gran tristeza al ver las maldades que inútilmente los hombres permiten hacer, y (si es un hombre de fuerza y de energía vital) también debe sentir un apremiante deseo de conducir a los hombres hacia la realización de lo bueno a que le inspira su visión creadora.
Este es el deseo que en el comienzo impulsó a los precursores del socialismo y del anarquismo, como así fue en el pasado en los creadores de repúblicas ideales.
En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo en el socialismo y anarquismo es la relación estrecha entre el ideal y los actuales sufrimientos de los hombres, que ha permitido que de las esperanzas de aislados pensadores surjan poderosos movimientos políticos.
Es esto lo que hace importante al socialismo y al anarquismo, y peligroso para los que, conscientes o inconscientes, viven de las maldades del actual régimen de la sociedad. La gran mayoría de los hombres y de las mujeres, en tiempo normal, pasan a través de la vida sin contemplar ni criticar, en general, ni sus condiciones propias ni las de los demás. Se encuentran colocados en cierto lugar de la sociedad y aceptan lo que cada día aquélla les ofrece, sin hacer algún esfuerzo por pensar más allá de lo que requiere el momento inmediato."...
martes, 7 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LA AGONIA Y EL EXTASIS
(Irving Stone)
"Estaba sentado ante un espejo dibujando su propio rostro: las enjutas mejillas, altos pómulos, amplia y achatada frente, y las orejas, colocadas demasiado atrás, mientras los oscuros cabellos caían hacia adelante, sobre los ojos color ámbar, de pesados párpados.
"No estoy bien diseñado", pensó el niño de trece años seriamente concentrado.
Movió ligeramente su delgado pero fuerte cuerpo para no despertar a sus cuatro hermanos, que dormían, y luego ladeó la cabeza para escuchar el esperado silbido de su amigo Granacci desde la Vía dell Anguillara. Con rápidos trazos de carboncillo comenzó a dibujar de nuevo sus propios rasgos, ampliando el óvalo de los ojos, redondeando la frente. Luego llenó algo más las mejillas, dio más carnosidad a sus labios y más fuerza al mentón.
Hasta él llegaron las notas del canto de un pájaro a través de la ventana que había abierto para recibir la frescura de la mañana. Ocultó el papel de dibujo bajo el almohadón de la cama y bajó sigilosamente la escalera de piedra para salir a la calle.
Su amigo Francesco Granacci era un muchacho de diecinueve años, una cabeza más alto que él. Tenía los cabellos del color del heno y los ojos azules. Desde hacía un año estaba proporcionando a Miguel Angel materiales de dibujo y grabados que sacaba subrepticiamente del estudio de Ghirlandaio, con los que estaba montando una especie de santuario en la casa de sus padres, al otro lado de Vía dei Bentaccordi. A pesar de ser hijo de padres acaudalados, Granacci ingresó de aprendiz a los diez años en el estudio de Filippino Lippi, a los trece, había posado para la figura central del joven resucitado en el "Sampedro resucita al sobrino del Emperador", obra de Masaccio que se hallaba en la iglesia del Carmine, Ahor estaba como el aprendiz en el estudio de Ghirlandaio. No tomaba muy en serio sus trabajos de pintura, aunque poseía un ojo infalible para descubrir el talento pictórico en otros."...
(Irving Stone)
"Estaba sentado ante un espejo dibujando su propio rostro: las enjutas mejillas, altos pómulos, amplia y achatada frente, y las orejas, colocadas demasiado atrás, mientras los oscuros cabellos caían hacia adelante, sobre los ojos color ámbar, de pesados párpados.
"No estoy bien diseñado", pensó el niño de trece años seriamente concentrado.
Movió ligeramente su delgado pero fuerte cuerpo para no despertar a sus cuatro hermanos, que dormían, y luego ladeó la cabeza para escuchar el esperado silbido de su amigo Granacci desde la Vía dell Anguillara. Con rápidos trazos de carboncillo comenzó a dibujar de nuevo sus propios rasgos, ampliando el óvalo de los ojos, redondeando la frente. Luego llenó algo más las mejillas, dio más carnosidad a sus labios y más fuerza al mentón.
Hasta él llegaron las notas del canto de un pájaro a través de la ventana que había abierto para recibir la frescura de la mañana. Ocultó el papel de dibujo bajo el almohadón de la cama y bajó sigilosamente la escalera de piedra para salir a la calle.
Su amigo Francesco Granacci era un muchacho de diecinueve años, una cabeza más alto que él. Tenía los cabellos del color del heno y los ojos azules. Desde hacía un año estaba proporcionando a Miguel Angel materiales de dibujo y grabados que sacaba subrepticiamente del estudio de Ghirlandaio, con los que estaba montando una especie de santuario en la casa de sus padres, al otro lado de Vía dei Bentaccordi. A pesar de ser hijo de padres acaudalados, Granacci ingresó de aprendiz a los diez años en el estudio de Filippino Lippi, a los trece, había posado para la figura central del joven resucitado en el "Sampedro resucita al sobrino del Emperador", obra de Masaccio que se hallaba en la iglesia del Carmine, Ahor estaba como el aprendiz en el estudio de Ghirlandaio. No tomaba muy en serio sus trabajos de pintura, aunque poseía un ojo infalible para descubrir el talento pictórico en otros."...
domingo, 5 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
LA VIEJA SIRENA
(José Luis Sampedro)
"Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días de Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. "Paso, paso" claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.
Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas las tiendecillas con mercancías más selectas: desde la seda y transparentes linos para plisar hasta la ofebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado."...
(José Luis Sampedro)
"Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días de Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. "Paso, paso" claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.
Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas las tiendecillas con mercancías más selectas: desde la seda y transparentes linos para plisar hasta la ofebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado."...
viernes, 3 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
EL MUNDO DE SOFIA
(Jostein Gaarder)
"Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no había ninguna casa más. Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían llamar "Curva del Capitán". Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes.
A su padre le llegaba alguna que otra carta del banco, pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año. Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella haciendo la casa más acogedora para Sofía y su madre. Por otra parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
"Sofía Amundsen", ponía en el pequeño sobre. "Camino del Trébol 3." Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?.
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, el gato Sherekan le dió tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
-¡Misi, misi, misi!"...
(Jostein Gaarder)
"Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no había ninguna casa más. Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían llamar "Curva del Capitán". Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes.
A su padre le llegaba alguna que otra carta del banco, pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año. Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella haciendo la casa más acogedora para Sofía y su madre. Por otra parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
"Sofía Amundsen", ponía en el pequeño sobre. "Camino del Trébol 3." Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?.
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de costumbre, el gato Sherekan le dió tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
-¡Misi, misi, misi!"...
jueves, 2 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO
Julio Verne)
"El año 1866 se caracterizó indudablemente por un acontecimiento excepcional, por un fenómeno inexplicable, que seguramente no ha sido olvidado por nadie. Aparte de los rumores que conmovieron a los habitantes de los puertos y que sobreexcitaron a la opinión pública en el interior de los continentes, las gentes del mar se sintieron particularmente afectadas por el suceso. Tanto los negociantes, los armadores, los directores y el personal de las empresas marítimas de Europa y América, como los capitanes y demás oficiales de las marinas de todos los países, y con ellos los Gobiernos de los diversos Estados de ambos continentes, prestaron al hecho su más alto interés.
En efecto, desde hacía algún tiempo los navíos habían venido topándose en el mar con "una cosa enorme", un objeto largo y fusiforme, en algunas ocasiones fosforescente, e infinitamente más voluminoso y veloz que una ballena.
Los detalles relativos a semejante aparición, consignados en los diferentes cuadernos de bitácora, coincidían con bastante exactitud en todo lo concerniente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la incalculable y sorprendente rapidez de sus movimientos, a la increíble potencia de su locomoción y a la vida particular de que parecía estar dotado. Si se trataba de un cetáceo, su tamaño excedía a la de todos aquellos que la ciencia había clasificado hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacépede, ni Dumeril, ni Quatrefages, hubieran admitido la existencia de tal monstruo sin haberlo visto de una forma concreta con sus propios ojos de especialistas en la materia.
Aceptando el término medio de las observaciones realizadas, desechando las tímidas evaluaciones que asignaban al objeto una longitud de doscientos pies, y rechazando al mismo tiempo los cálculos exagerados que le suponían una milla de anchura por tres de largo, podía muy bien afirmarse que aquel ser fenomenal, en caso de ser cierta su existencia, rebasaba con mucho las mayores dimensiones entre todas las admitidas hasta aquel momento por los ictiólogos.
Su existencia era por tanto evidente, el hecho en sí no podía negarse, y la emoción producida en el mundo entero por tan sobrenatural aparición resultaba mas que comprensible, sobre todo si se tiene en cuenta la inclinación que el cerebro humano siente por todo aquello que sea susceptible de ser denominado como maravilloso. Ni que decir tiene que cualquier pretensión de relegar el suceso a la simple categoría de las fábulas hubiera resultado un esfuerzo inútil."...
Julio Verne)
"El año 1866 se caracterizó indudablemente por un acontecimiento excepcional, por un fenómeno inexplicable, que seguramente no ha sido olvidado por nadie. Aparte de los rumores que conmovieron a los habitantes de los puertos y que sobreexcitaron a la opinión pública en el interior de los continentes, las gentes del mar se sintieron particularmente afectadas por el suceso. Tanto los negociantes, los armadores, los directores y el personal de las empresas marítimas de Europa y América, como los capitanes y demás oficiales de las marinas de todos los países, y con ellos los Gobiernos de los diversos Estados de ambos continentes, prestaron al hecho su más alto interés.
En efecto, desde hacía algún tiempo los navíos habían venido topándose en el mar con "una cosa enorme", un objeto largo y fusiforme, en algunas ocasiones fosforescente, e infinitamente más voluminoso y veloz que una ballena.
Los detalles relativos a semejante aparición, consignados en los diferentes cuadernos de bitácora, coincidían con bastante exactitud en todo lo concerniente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la incalculable y sorprendente rapidez de sus movimientos, a la increíble potencia de su locomoción y a la vida particular de que parecía estar dotado. Si se trataba de un cetáceo, su tamaño excedía a la de todos aquellos que la ciencia había clasificado hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacépede, ni Dumeril, ni Quatrefages, hubieran admitido la existencia de tal monstruo sin haberlo visto de una forma concreta con sus propios ojos de especialistas en la materia.
Aceptando el término medio de las observaciones realizadas, desechando las tímidas evaluaciones que asignaban al objeto una longitud de doscientos pies, y rechazando al mismo tiempo los cálculos exagerados que le suponían una milla de anchura por tres de largo, podía muy bien afirmarse que aquel ser fenomenal, en caso de ser cierta su existencia, rebasaba con mucho las mayores dimensiones entre todas las admitidas hasta aquel momento por los ictiólogos.
Su existencia era por tanto evidente, el hecho en sí no podía negarse, y la emoción producida en el mundo entero por tan sobrenatural aparición resultaba mas que comprensible, sobre todo si se tiene en cuenta la inclinación que el cerebro humano siente por todo aquello que sea susceptible de ser denominado como maravilloso. Ni que decir tiene que cualquier pretensión de relegar el suceso a la simple categoría de las fábulas hubiera resultado un esfuerzo inútil."...
miércoles, 1 de febrero de 2012
Bellos Comienzos
TRAFALGAR
(Benito P. Galdós)
"Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuerade mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de introductor de embajadores a los muchos ingleses que entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense para despabilarse en pocos años, y yo no fui de los alumnos menos aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento, y doy gracias a Dios de que me librara pronto de él llevándome por más noble camino."...
(Benito P. Galdós)
"Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del mismo Emperador de Trapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y fuerade mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible. Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia: afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña, que no es hoy, ni menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un suceso naval de que oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad poco más o menos. Aquello era para mí la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo, me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
Cuando tuve edad para meterme de cabeza en los negocios por cuenta propia, con objeto de ganar honradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mi travesura en el muelle, sirviendo de introductor de embajadores a los muchos ingleses que entonces como ahora nos visitaban. El muelle era una escuela ateniense para despabilarse en pocos años, y yo no fui de los alumnos menos aprovechados en aquel vasto ramo del saber humano, así como tampoco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta, para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativa y altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios. Pero quiero poner punto en esta parte de mi historia, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grande envilecimiento, y doy gracias a Dios de que me librara pronto de él llevándome por más noble camino."...
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