CARTA DE UNA DESCONOCIDA
(Stefan Zweig)
"Después de una excursión de tres días por la
montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la
mañana temprano, compró un diario en la estación,
y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su
cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no
le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el
diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le
informó de las visitas que había tenido durante su
ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le
entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la
miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos
remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra
desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le
habían servido el té, y sentado cómodamente en
una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre
los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la
carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos
docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra
femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más
bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi
inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando
que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba
vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola,
de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “
pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos.
Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti,
que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo.
¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él,
o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad,
comenzó a leer:
“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres
noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta
pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido
sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo,
ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído
desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban
sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas
en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la
muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño,
en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le
han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le
han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a
los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para
moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las
sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la
impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría
yo pensar un momento que no había muerto, que podía
despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de
cariño infantil"...
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