ANGEL GUERRA
(Benito P. Galdós)
"Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Angel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿A qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (Para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
-Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.
-¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¿Para que te metes en esas danzas?
Dejóse caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió los ojos por todos los ámbitos de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Más no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristaloes y nos atormentan con su murmullo grave y monótomo, expresión musical del tedio infinito."
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