LOS DIABLOS SUELTOS
(Mada Carreño)
"Después de comer, como siempre, Ignacio y yo nos hemos encerrado en nuestro cuarto para descansar. El descanso consiste en leer un rato, recostados en las camas, o en charlar. Pero hoy no hemos leído mucho tiempo.
Ignacio finge burlarse de mí porque estoy fascinada con Los Budembrook, de Thomas Mann. Dice que no es normal, en medio de la guerra y el desorden, leer un libro como éste, interminable y tan ajeno a cuanto nos rodea.
-Por eso mismo -digo.
Fija sobre mí una mirada maliciosa, estira la mano y me da un tirón del pelo.
-Escapándose en vez de ir a la reunión del partido, ¿eh?
Nos reímos. Cuando estábamos en Valencia, en lugar de asistir a las asambleas políticas, obligadas, de todos los domingos, íbamos a escuchar los conciertos matinales de la Sinfónica. Interpretó sucesivamente todas las sinfonías de Beethoven y durante un tiempo el alegreto de la Séptima, tarareado después por nosotros con alguna mayor vivacidad, se acopló perfectamente a nuestra íntima soltura. Después, en los consejos que el personal de prensa celebraba con sus mentores, solían reprocharnos nuestras ausencias. Finalmente Ignacio, con humor, dijo que para él resultaban mucho más alentadores los conciertos que los discursos, y que no se debía subestimar el poder de la música; era un auxiliar muy eficaz para la resolución de los problemas. En el silencio frío que siguió a sus palabras se alzó la voz metálica de Márquez.
-Nada puede ser más importante que nuestras reuniones.
En la práctica nadie atendía a todas las convocatorias y juntas. Eran tan frecuentes que no dejaban espacio para realizar los acuerdos. Cada cual trataba de escabullirse cuando podía hacerlo, cuidando solamente de guardar las apariencias.
Dentro del enorme salón del consejo estábamos, acomodados sin mucho orden, todos los compañeros del periódico. Detrás de la mesa presidencial Márquez, con su rostro fósil, hablaba sin mirar a nadie en estilo breve y cortante, apoyando con fuerza en las frases directrices. Después de que acababa y salía, Domingo, que actuaba como secretario, permanecía un momento tras la mesa recogiendo lápices y papeles. En seguida pasaba del otro lado y se sentaba familiarmente entre nosotros, para charlar un rato y aclararnos cualquier duda que quedase.
Alto y grueso, con unos rasgos que no han perdido aún la agudeza cordial del madrileño, Domingo nos miraba afable. A veces surgía alguna discusión relativa al periódico, y entonces se encrespaba y se ponía a gritar."...
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