miércoles, 14 de marzo de 2012

YO EL SUPREMO
(Augusto Roa Bastos)

Yo el supremo Dictador de la República.

Ordeno que al acaecer mi muerte mi ca-
   dáver sea decapitado; la cabeza puesta
   en una pica por tres días en la Plaza
   de la República donde se convocará al
   pueblo al son de las campanas echadas
   a vuelo.

Todos mis servidores civiles y milita-
   res sufrirán pena de horca. Sus cadáve-
   res serán enterrados en potreros de ex-
   tramuros sin cruz ni marca que memore
   sus nombres.

Al término de dicho plazo, mando que
   mi restos sean quemados y las cenizas
   arrojadas al río...

   ¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón, Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de gaceta porteña ni arrancada de libros, señor, ¡Qué libros va haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Traéme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea de año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en la que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado en su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Traéme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido todavía...

martes, 13 de marzo de 2012

LOS MISERABLES
(Victor Hugo)

   "En 1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un anciano de unos 75 años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será inútil indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su persona cuando llegó la primera vez a su diócesis.
   Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del parlamento de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su puesto, lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este matrimonio, había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura pequeña, elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la había ocupado el mundo y la galantería.
   Sobrevino la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo régimen, perseguidos, acosados, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer murió allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del señor Myriel?.
   El hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los trágicos espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de soledad?. Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era sacerdote.
   En 1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura en Brignolles. Era un anciano y vivía en un profundo retiro.
   Hacia la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a París; y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus feligreses, visitó al cardenal Fesch. Un día en el que el Emperador fue también a visitarlo, el digno cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial. Napoleón, notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo bruscamente:
   ¿Quién es ese buen señor que me mira?
   Majestad -dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira"...

lunes, 12 de marzo de 2012

HISTORIA DE MI VIDA
(Anton Chejov)

   "El jefe de la oficina me dijo: 
-A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre, le habría hecho a usted emprender el vuelo hace tiempo. 
Y yo le contesté: 
-Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la facultad de volar. 
Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario: 
-¡Llévese usted a ese señor, me ataca de los nervios! 
A los dos días me pusieron de patitas en la calle. 
Desde que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar de que todas las veces que había yo servido al Estado lo había hecho en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado horas y horas ante la mesa-escritorio, escribir, oír observaciones estúpidas o groseras y esperar la cesantía. 
Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días. Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su profundo sillón y tenía los ojos cerrados. En su rostro enjuto, de mejillas rasuradas y azules, parecido al de un viejo organista católico, se pintaba la sumisión al destino. 
Sin contestar a mi saludo, me dijo: 
-Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios, en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para evitarle terribles decepciones. 
Calló un instante y añadió: 
-Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo? 
Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase en una farmacia; otros, que me colocase en en telégrafos. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía veinticinco años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que se podía hacer conmigo era un misterio para todos: había estado yo empleado en telégrafos, en una farmacia, en numerosas oficinas; había agotado los medios de ganarme, como decía mi padre, honorablemente la vida. Y todos los que me rodeaban me consideraban hombre al agua y sacudían la cabeza, al mirarme de un modo compasivo. 
-Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? -continuó mi padre- A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parásito a expensas de su padre. 
Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber. 
-Mañana -terminó diciendo- iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social. 
Yo no esperaba nada nuevo del sesgo que tomaba la plática, pero contesté: 
-¡Oigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la construcción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de que razones no me lo he de ganar yo así"....
MATHILDE
(Anaïs nin)

   "Mathilde era sombrerera en París, y contaba apenas veinte años cuando la sedujo el Barón. Aun­que la aventura no había durado más que dos se­manas, en ese breve espacio de tiempo quedó imbuida, por contagio, de la filosofía de la vida y de la manera expeditiva de resolver los problemas pro­pios del Barón. Algo que éste le dijo casualmente una noche la intrigaba: que las mujeres parisienses gozaban de la más elevada cotización en Sudamérica debido a su pericia en materia amorosa, a su vivacidad y a su talento, que las hacían contrastar acusadamente con muchas esposas de aquellos paí­ses. Estas aún cultivaban la tradición de mantener­se en un plano borroso y de obediencia, que diluía sus personalidades y que, posiblemente, se debía a la resistencia de los hombres a hacer de ellas unas amantes. 
Al igual que el Barón, Mathilde desarrolló una fórmula para actuar en la vida como en una serie de papeles; o sea, diciéndose todas las mañanas, mientras se cepillaba su rubio pelo: "Hoy quiero ser tal o cual persona", y procediendo en consecuen­cia. 
Un día decidió que deseaba ser una distinguida representante de un conocido modista parisiense e irse al Perú. Todo cuanto tenía que hacer era inter­pretar el papel. Así pues, se vistió con cuidado y se presentó con extraordinaria seguridad en casa del modista. El puesto de representante le fue con­cedido y se le entregó un pasaje de barco para Lima. 
A bordo, se comportó como una embajadora francesa de la elegancia. Su innato talento para apreciar los buenos vinos, los buenos perfumes y los buenos vestidos la señalaron como una dama refinada. Su paladar era el de un gourmet. 
Mathilde poseía sobrados encantos para realzar ese papel. Reía de continuo, le sucediera lo que le sucediera. Cuando se extraviaba una maleta, reía. Cuando la pisaban, reía. 
Fue su risa lo que atrajo al representante de la naviera española, Dalvedo, quien la invitó a sentar­se a la mesa del capitán. Dalvedo iba elegantemen­te vestido de esmoquin, se comportaba como si él mismo fuera el capitán y contaba anécdotas. La noche siguiente la sacó a bailar. Se daba perfecta cuenta de que el viaje no era lo bastante largo como para cortejar a la joven de forma usual, de modo que inmediatamente empezó a alabar el pequeño lunar de la mejilla de Mathilde. A medianoche le preguntó si le gustaban los higos chumbos. Ella nunca los había probado. Dalvedo le dijo que tenía algunos en su camarote. 
Pero Mathilde quería realzar su valor mediante la resistencia, y se mantuvo en guardia cuando pe­netraron en él. Había rechazado con facilidad las manos audaces de los hombres con las que se ro­zaba mientras vendía las insidiosas caricias de los maridos de sus clientes, y los pellizcos en los pezo­nes a cargo de los amigos que la invitaban al cine. Nada de eso le había causado ninguna sensación. Tenía una vaga pero tenaz idea de lo que la podía agitar. Deseaba ser cortejada con un lenguaje mis­terioso. Era su condición desde su primera aven­tura, ocurrida cuando sólo tenía dieciséis años"...
PLATERO Y YO
(Juan R. Giménez)

   "Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
   Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
   Come cuando le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
   Es tierno y mimoso igual que un niño, como una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
   -Tien asero...
   Tiene acero. Acero de plata y de luna, al mismo tiempo"...

domingo, 4 de marzo de 2012

LA LUNA Y LAS FOGATAS
(Cesare Pavese)

   "Hay una razón para que haya vuelto a este pueblo, aquí y no en cambio a Canelli, a Barbaresco o a Alba. Aquí no he nacido, es casi seguro; donde he nacido, no lo sé; no hay por estas partes una casa ni un trozo de tierra ni huesos de los que yo pueda decir: "Eso es lo que yo era antes de nacer." No sé si vengo de la colina o del valle, de los bosques o de una casa con balcones. La muchacha que me dejó en los escalones de la catedral de Alba, a lo mejor ni siquiera venía del campo, a lo mejor era hija de los dueños de una casona, o bien me llevaron allí en un cuévano de vendimia dos pobres mujeres de Monticello, de Neive o, ¿por qué no?, de Cravenzana. ¿Quién puede decir de que carne estoy hecho? He rodado bastante por el mundo para saber que todas las partes son buenas y se equivalen, pero cabalmente por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse tierra y pueblo, para que su carne valga y dure algo más que el común curso de una estación.
   Si he crecido en este pueblo, debo agradecérselo  Virgilia, a Padrino, gente toda que ya no vive, aunque ellos me recogieran y criaran sólo porque el hospicio de Alessandría les pasaba la mensualidad. En estas colinas hace cuarenta años había pobres diablos que por por ver un escudo de plata cargaban con un bastardo del hospicio, amén de los hijos que tenían ya. Había quien cogía una niña para tener luego una criadita y mandarla mejor; la Virgília me quiso a mí porque hijas ya tenía dos, y cuando hubiera crecido un poco esperaban ajustarse en una gran alquería y trabajar todos y vivir bien. Padrino tenía entonces la granja de la Gaminella -dos habitaciones y una cuadra-, una cabra y aquella ribera de los avellanos. Yo crecí con las chicas, nos robábamos la polenta, dormíamos en el mismo jergón, Angiolina, la mayor, tenía un año más que yo;  y sólo a los diez años, el invierno que murió la Virgilia, supe por casualidad que no era su hermano. Desde aquel invierno, Angiolina, juiciosa, tuvo que dejar de vagar con nosotros por la ribera y por los bosques; atendía la casa, hacía el pan y el requesón, iba a retirar mi escudo en el Ayuntamiento; yo me jactaba con Giulia de valer cinco liras, le decía que ella no producía nada y le preguntaba a Padrino por qué no cogíamos otros bastardos."...

jueves, 1 de marzo de 2012

CINCO HORAS CON MARIO
(Miguel Delibes)

"Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que viene diciendo desde la mañana: "Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea". Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación: 
-Debes de dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana. 
Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza docilmente, empujando el zapato del pie derecho con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies. Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa: 
-Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes. 
Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz -el contenido y el volumen de su voz- como sus movimientos, recatan una eficacia inefable: 
-No duermas si no quieres, pero relájate. Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos -mira el reloj-. Vicente no puede tardar. 
Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice: 
-Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, que de cosas han pasado! Y todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea. 
Aún con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo, Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: "Lo dicho"; "Mucha resignación"; "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan"; "¿A qué hora es mañana la conducción?" Y ella: "Gracias, Fulano", o "Gracias, Mengana" Y ante la visitas eminentes: "¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle por aquí!"...