COMO SE ESCRIBE UNA NOVELA DE INTRIGA
(Patricia Highsmith)
"Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores.
Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspense; es de suponer que una narración de suspense se llama así porque tiene más. En el presente libro utilizaré la palabra suspense en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspense es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. Crimen y castigo es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta.» La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: «Dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen.» Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que éste ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, sólo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía. Así pues, una idea sencilla puede tener sus variaciones.
Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. Así ocurrió con la idea original de Ese dulce mal. «Un hombre quiere beneficiarse con el viejo truco del seguro. Primero se hará un seguro de vida, luego aparentará morir o desaparecer y finalmente cobrará el seguro.» Me dije a mí misma que tenía que haber alguna manera de dar a esta idea un sesgo nuevo, haciendo que resultase original y fascinante en un relato poco corriente. Durante varias semanas estuve dándole vueltas"....
lunes, 30 de abril de 2012
FIRMIN
(Sam Savage)
""Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Este es el relato más triste que nunca he oído" Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los grandes. Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre.
En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente sí, -sí, ésa es la palabra, varonilmente- que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué ilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted con ésta, por ejemplo "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas" O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shoropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños" O ésta: París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles" ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, aunque ya presentes.
Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos" Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también- reultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nuca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba..." ¡Dios del cielo, "si acaso alguna vez"
Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren"...
(Sam Savage)
""Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Este es el relato más triste que nunca he oído" Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los grandes. Cierto día, Chuang Tzu se quedó dormido y soñó que era una mariposa, revoloteando muy contento por ahí. Y la mariposa no sabía que era Chuang Tzu soñando. Luego despertó y volvió a ser el de siempre, pero ahora no sabía si era un hombre soñando que era una mariposa o una mariposa soñando que era un hombre.
En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente sí, -sí, ésa es la palabra, varonilmente- que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué ilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted con ésta, por ejemplo "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas" O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shoropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños" O ésta: París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles" ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, aunque ya presentes.
Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos" Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también- reultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nuca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba..." ¡Dios del cielo, "si acaso alguna vez"
Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren"...
EL ALBERGUE
(George Orwell)
""Era a última hora de la tarde. Cuarenta y nueve de nosotros, cuarenta y ocho hombres y una mujer, esperábamos tendidos en la hierba a que abrieran. Estábamos demasiado cansados para hablar mucho. Tendidos allí, agotados, pendían de las caras estropajosas los pitillos que habíamos liado. Por encima de nosotros, las floridas ramas de los castaños y allá arriba grandes nubes lanudas que flotaban casi inmóviles en el claro cielo. Estropeábamos el paisaje como latas de sardinas y bolsas de papel vacías en la playa.
Si hablábamos era sobre el jefe del que dependían los vagabundos. Todos estaban de acuerdo en que era un diablo, un tártaro, un tirano, un perro muy ladrador, blasfemo y nada caritativo. Cuando estaba él cerca, no podía una creerse seguro ni de su propia alma y a muchos vagabundos les había pegado patadas en plena noche por haberle contestado. En los registros le sacudía a uno poniéndole boca abajo. Si le encontraba a alguien tabaco, le castigaba bien por ello y si tenía uno dinero (lo cual estaba rigurosamente prohibido) que Dios le ayudara.
Yo llevaba encima ocho peniques.
- Por amor de Cristo - me advertían ya los más veteranos - no entres ahí con dinero. ¡Te caerían encima siete días de encierro por entrar en el albergue con ocho peniques!
Así que enterré el dinero en un agujero bajo la valla marcando el sitio con una piedra. Luego escondimos como nos fue posible los fósforos y el tabaco, pues en casi todos los albergues están rigurosamente prohibidos. Se supone que los entrega uno a la entrada. Los ocultamos en nuestros calcetines, escepto el veinte por ciento que no los llevaban y tenían que meterse el tabaco en las botas incluso bajo los dedos. Abarrotamos pues los tobillos con aquel "contrabando" hasta el punto que parecíamos tener elefantiasis. Pero es una ley no escrita que ni los más severos "jefes de vagabundos" no le registran a uno por debajo de las rodillas y al final sólo fue descubierto un hombre. Era Scotty, un peludo y vajito vagabundo de Glasgow que hablaba muy mal. Su lata de cigarrillos se le cayó del calcentín en el momento menos oportuno y se lo llevaron"....
(George Orwell)
""Era a última hora de la tarde. Cuarenta y nueve de nosotros, cuarenta y ocho hombres y una mujer, esperábamos tendidos en la hierba a que abrieran. Estábamos demasiado cansados para hablar mucho. Tendidos allí, agotados, pendían de las caras estropajosas los pitillos que habíamos liado. Por encima de nosotros, las floridas ramas de los castaños y allá arriba grandes nubes lanudas que flotaban casi inmóviles en el claro cielo. Estropeábamos el paisaje como latas de sardinas y bolsas de papel vacías en la playa.
Si hablábamos era sobre el jefe del que dependían los vagabundos. Todos estaban de acuerdo en que era un diablo, un tártaro, un tirano, un perro muy ladrador, blasfemo y nada caritativo. Cuando estaba él cerca, no podía una creerse seguro ni de su propia alma y a muchos vagabundos les había pegado patadas en plena noche por haberle contestado. En los registros le sacudía a uno poniéndole boca abajo. Si le encontraba a alguien tabaco, le castigaba bien por ello y si tenía uno dinero (lo cual estaba rigurosamente prohibido) que Dios le ayudara.
Yo llevaba encima ocho peniques.
- Por amor de Cristo - me advertían ya los más veteranos - no entres ahí con dinero. ¡Te caerían encima siete días de encierro por entrar en el albergue con ocho peniques!
Así que enterré el dinero en un agujero bajo la valla marcando el sitio con una piedra. Luego escondimos como nos fue posible los fósforos y el tabaco, pues en casi todos los albergues están rigurosamente prohibidos. Se supone que los entrega uno a la entrada. Los ocultamos en nuestros calcetines, escepto el veinte por ciento que no los llevaban y tenían que meterse el tabaco en las botas incluso bajo los dedos. Abarrotamos pues los tobillos con aquel "contrabando" hasta el punto que parecíamos tener elefantiasis. Pero es una ley no escrita que ni los más severos "jefes de vagabundos" no le registran a uno por debajo de las rodillas y al final sólo fue descubierto un hombre. Era Scotty, un peludo y vajito vagabundo de Glasgow que hablaba muy mal. Su lata de cigarrillos se le cayó del calcentín en el momento menos oportuno y se lo llevaron"....
domingo, 29 de abril de 2012
EL DIOS DE LAS PEQUEÑAS COSAS
(Arundhate Roy)
"Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de antipatía y de indolente expectación.
Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenen. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de diminutos seres. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles"...
(Arundhate Roy)
"Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.
Las noches son claras, aunque cargadas de antipatía y de indolente expectación.
Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.
Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenen. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de diminutos seres. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.
La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles"...
viernes, 27 de abril de 2012
LA EXPRESION
(Mario Benedetti)
"Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la sonata Nº 3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines. El llamaba a todo ello "su expresión".
Poco a poco, Estomba se fue especializando en "expresiones". Tenía una para tocar la Patética, otra para Niñas en el jardín, otras para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida con la expresión de La Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara niguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus "expresiones". Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appassionata"....
(Mario Benedetti)
"Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la sonata Nº 3, Op. 5, de Brahms, y a los once, el unánime aplauso de crítica y de público acompañó su serie de conciertos en las principales capitales de América y Europa.
Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines. El llamaba a todo ello "su expresión".
Poco a poco, Estomba se fue especializando en "expresiones". Tenía una para tocar la Patética, otra para Niñas en el jardín, otras para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.
El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida con la expresión de La Marcha Turca.
Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio.
Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara niguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus "expresiones". Entre ellos es unánime la opinión de que su capolavoro es la Appassionata"....
martes, 24 de abril de 2012
VOLVERAS A REGION
(Juan Benet)
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien -tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches- dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyo fondo canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en valle primario de corte tradicional, el Formigoso"...
(Juan Benet)
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real -porque el moderno dejó de serlo- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien -tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches- dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyo fondo canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en valle primario de corte tradicional, el Formigoso"...
lunes, 23 de abril de 2012
CARTA DE UNA DESCONOCIDA
(Stefan Zweig)
"Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:
“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil"...
(Stefan Zweig)
"Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer:
“Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil"...
domingo, 22 de abril de 2012
UN MUNDO SIN FIN
(Ken Follet)
"Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.
El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibían el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que además ese año caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.
A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.
Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcazaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera"...
(Ken Follet)
"Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.
El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibían el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que además ese año caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.
A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.
Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcazaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera"...
miércoles, 18 de abril de 2012
LA SAGA/FUGA DE J. B.
(Gonzalo T. Ballester)
"¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. "Pepiño, levántate, que ya son las seis y media." Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Aquella señora enlutada, que se llama la Tía Benita dos Carallos por los muchos que mete en la conversación, quizá para garantizar la veracidad de sus afirmaciones, y tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento, aquella mujer arrugada que, además del luto, muestra las canas del cabello, pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas, voces despepitadas, en el mismo momento que la niebla se esclarece un poquito porque el sol acaba de salir y le presta algo de su luminosidad; en el momento en que la niebla, allá abajo, en la Ciudad Nueva, se hace más espesa y gris por la parte del Mendo, más ocre y húmeda por la parte del Baralla: lento el uno, rápido el otro; de aguas densas el Mendo, de aguas opacas; las del Baralla, transparentes, ligeras, que se cuentan las guijas relucientes de su lecho. El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo, y hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace enseguida un deseo incoercible de aniquilamiento. El Baralla invita, en cambio, a la aventura, a la evasión, al viaje: no descanso, sino camino ofrece; no tumba, sino vehículo. Los cuatro J. B. de que se guarda memoria, por él marcharon hacia la mar, si bien algunos aseguren que se cayeron al Mendo y fueron devorados por las lampreas.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Envía contra el cielo los brazos negros, los puños apretados; se le retuerce el cuerpo, le queda al descubierto la trenza escueta y grisácea"...
(Gonzalo T. Ballester)
"¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
En la mañana de niebla, casi al alba, las voces estremecen el aire como trompetas. Toca todavía la campana, a la primera misa; pero su sonido es tenue, precavido, como para entrar de puntillas en las alcobas oscuras, un sonido al que se da la espalda, que se esquiva o acalla metiendo la cabeza bajo las sábanas. "Pepiño, levántate, que ya son las seis y media." Un sonido que sería impertinente si no fuera habitual; que sería íntimamente detestado si no actuara de despertador, a esa hora en que los que trabajan tienen que despertarse.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Aquella señora enlutada, que se llama la Tía Benita dos Carallos por los muchos que mete en la conversación, quizá para garantizar la veracidad de sus afirmaciones, y tiene una tienda de abacería en la calle del Rostro Mugriento, aquella mujer arrugada que, además del luto, muestra las canas del cabello, pega voces allá en lo alto de la escalinata, voces tremendas, voces desgarradas, voces despepitadas, en el mismo momento que la niebla se esclarece un poquito porque el sol acaba de salir y le presta algo de su luminosidad; en el momento en que la niebla, allá abajo, en la Ciudad Nueva, se hace más espesa y gris por la parte del Mendo, más ocre y húmeda por la parte del Baralla: lento el uno, rápido el otro; de aguas densas el Mendo, de aguas opacas; las del Baralla, transparentes, ligeras, que se cuentan las guijas relucientes de su lecho. El Mendo es atractivo y siniestro: invita a mirarse en él como un espejo, y hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace enseguida un deseo incoercible de aniquilamiento. El Baralla invita, en cambio, a la aventura, a la evasión, al viaje: no descanso, sino camino ofrece; no tumba, sino vehículo. Los cuatro J. B. de que se guarda memoria, por él marcharon hacia la mar, si bien algunos aseguren que se cayeron al Mendo y fueron devorados por las lampreas.
¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!
Envía contra el cielo los brazos negros, los puños apretados; se le retuerce el cuerpo, le queda al descubierto la trenza escueta y grisácea"...
martes, 17 de abril de 2012
LA METAMORFOSIS
(Franz Kafka)
"Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
-¿Qué ha sucedido?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro reducidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa poco antes recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro de la cual se perdía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado,se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia en el cinc de el alféizar le infundió una gran melancolía.
"Bueno -pensó-; ¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?" Pero esta pretensión era algo desde todo punto de vista irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarlo en el costado"...
(Franz Kafka)
"Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
-¿Qué ha sucedido?
No, no soñaba. Su habitación, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro reducidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas -Samsa era viajante de comercio-, colgaba una estampa poco antes recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en una lona también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro de la cual se perdía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado,se escuchaba el repiquetear de las gotas de lluvia en el cinc de el alféizar le infundió una gran melancolía.
"Bueno -pensó-; ¿Qué pasaría si yo siguiese durmiendo otro rato y me olvidase de todas las fantasías?" Pero esta pretensión era algo desde todo punto de vista irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarlo en el costado"...
martes, 10 de abril de 2012
LA MADRE
(Máximo Gorki)
"En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de las máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho"...
(Máximo Gorki)
"En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas. A la luz fría del amanecer, iban por la calleja sin empedrar hacia los altos jaulones de la fábrica, que les esperaba, segura, indiferente, alumbrando el fangoso arroyo con sus decenas de ojos cuadrados y grasientos. Chocleaba el barro bajo los pies. Resonaban voces soñolientas en roncas exclamaciones, groseras injurias rasgaban el aire con rabia, y una oleada de ruidos diversos venía al encuentro de los obreros: el pesado jadeo de las máquinas, el gruñido silbante del vapor. Sombrías y severas, destacábanse las altas chimeneas negruzcas, que se alzaban sobre el arrabal como gruesos mástiles.
Al anochecer, cuando se ponía el sol y sus rayos rojos brillaban sin fuerza en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba gente de sus entrañas de piedra, como si fuera escoria, y los hombres, ahumados, negros los rostros, centelleantes las dentaduras hambrientas, volvían a pasar por la calle, dejando en el aire el persistente olor de la grasa de las máquinas. Entonces había en sus voces animación y hasta alegría; habían terminado los trabajos forzados de aquel día; la cena y el descanso les aguardaban en casa.
La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más hacia la sepultura; pero veía cerca, ante sí, el gozo del descanso, los placeres de la taberna llena de humo, y estaba satisfecho"...
domingo, 1 de abril de 2012
ANGEL GUERRA
(Benito P. Galdós)
"Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Angel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿A qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (Para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
-Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.
-¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¿Para que te metes en esas danzas?
Dejóse caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió los ojos por todos los ámbitos de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Más no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristaloes y nos atormentan con su murmullo grave y monótomo, expresión musical del tedio infinito."
(Benito P. Galdós)
"Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Angel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿A qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (Para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
-Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.
-¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¿Para que te metes en esas danzas?
Dejóse caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió los ojos por todos los ámbitos de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Más no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristaloes y nos atormentan con su murmullo grave y monótomo, expresión musical del tedio infinito."
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