miércoles, 9 de mayo de 2012

Hola, por si alguien se tropieza con este humilde blog y, además está interesado en la literatura, es precisamente pensando en ese hipotético "navegante", al que las corriente de la red lo arrastraron hasta aquí, por lo que me he decidido a compartir lecturas y opiniones con todo aquel que lo tenga a bien. Yo soy de la opinión de que en el comienzo de una obra literaria ya se puede vislumbrar el talento del autor, aunque no tiene por que ser siempre así. Mi intención es ir poniendo sobre la mesa un buen puñado de comienzos de libros que me han agradado especialmente, con la esperanza de ayudar a alguien a descubrir, a través de estos Bellos Comienzos, algún libro que le haga disfrutar con su lectura. La selección es absolutamente subjetiva; no podía ser de otro modo. Espero que alguien se anime a aportar sus Bellos Comienzos.
EL DON APACIBLE
(Mijail Sholojóv

   "La casa de los Mélejov se halla en un extremo del poblado cosaco. Del patio, donde se encuentran las cuadras, una puerta que se abre hacia en norte lleva al Don. Una abrupta bajada de ocho brazas, entre peñascos de greda cubiertos de musgo, y se llega a la orilla: conchas nacaradas, el quebrado festón de guijarros grises que besan las ondas, y más allá, las impetuosas aguas del Don que se rizan, negras como ala de cuervo, batidas por el viento. Al este, tras las cercas de sauce rojo de la era, el camino del Hetman, el gris del ajenjo, la mancha parda de los vivaces llantenes pisoteados por los cascos de los caballos, y la pequeña capilla en la bifurcación del camino; a continuación, cubierta por una fluida calina, la estepa. Al sur, la crestería gredosa de las montañas. Al oeste, la calle, que atraviesa la plaza y lleva al prado.
   De la penúltima campaña contra los turcos, el cosaco Prokofi Mélejov volvió al poblado con su mujer, una turca menuda que se envolvía en su chal. Se tapaba la cara, y sólo en contadas ocasiones dejaba ver unos ojos tristes de alimaña salvaje. El chal de seda trascendía a perfumes lejanos y desconocidos; sus vivos dibujos despertaban la envidia de las mujeres. La cautiva turca rehuía a la familia de Prokofi, y el viejo Mélejov tuvo que ceder pronto a su hijo la parte que le correspondía en la hacienda para que viviese aparte con su mujer. Nunca llegó a pisar la casa del hijo, al que no perdonaba la ofensa.
   Prokofi no tardó en instalarse: los carpinteros le construyeron la casa, él mismo levantó las cercas del corral, y al llegar el otoño llevó a la nueva vivienda a la extranjera, que caminaba encorvada a su lado. Al cruzar el pueblo, tras el carro cargado con sus muebles, todos, pequeños y grandes, se lanzaron a la calle. Los cosacos se reían para sus adentros, las mujeres cambiaban impresiones a voz en grito y una turbamulta de sucios chicuelos rechiflaba en pos de ellos. Pero Prokofi, con el caftán abierto, caminaba despacio, como el labrador que va abriendo el surco, apretando en su negra manaza la mano frágil de la mujer y levantaba la indómita cabeza con el mechón rubio caído en la frente; únicamente, por debajo de los pómulos se le hinchaban los músculos de las quijadas y por entre las cejas, inmóviles como de dura piedra, le corría el sudor.
   Desde entonces se le vio muy raramente en el pueblo. Tampoco acudía a la asamblea. Vivía como un lobo solitario, recluido en su casa junto al Don. En el poblado se decían de él cosas que dejaban pasmados a todos. Los chicos que sacaban a pacer los terneros contaban que a la caída de la tarde habían visto a Prokofi que llevaba en brazos a su mujer hasta el túmulo funerario Tatarski. La depositaba en la misma cima, con la espalda apoyada en una piedra desgastada por la acción de los siglos, se sentaba junto a ella y permanecían así largo rato, mirando a la estepa"...